Trigo_Felipe-Del Frio Al Fuego, Ellas A Bordo
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154<br />
a acostarse tranquilo en mi litera de encima...; porque bien sé que usted, en fin, no tiene en<br />
el<br />
barco escondites, como los puede tener el capitán... cuando mi señora baja a bañarse, por<br />
ejemplo, quedándonos a usted y a mí esperándola hechos unos papanatas.<br />
Una risa que Enrique disimula entre toses, oculta la mía. Si no, me descubren.<br />
-Mire usted, don Enrique -insiste con su voz terneril de bajo el exconserje-; mi señora... mi<br />
señora... ¡ella es fría, en verdad... pero, caramba, que tanto, desde Barcelona!... ¿Es que... el<br />
capitán... Y mi señora... ¡porque si no, no se explica! Mejor fuese que no le hubieran<br />
mentado, y así no hice caso del primer anónimo... Pero al decir el de hoy «el capitán»...<br />
Verá usted: yo había observado cosas del capitán, de mi señora... aunque se creen que uno<br />
es tonto: en Aden ¿se acuerda?... fue donde compré este anillo del topacio...; pues, bueno,<br />
yo quise comprarle al mismo, para mi señora, unos aretes de perlas, y pedían caro...; seguí<br />
al moro, esperando que bajase el precio cuando no le diesen más, y advertí que el capitán,<br />
aquí detrás de la saleta, le tomaba los aretes... «vamos, para su señora» -pensé; y figúrese<br />
mi pasmo de que al otro día veo salir... a la mía con ellos. «Vamos, una fineza» -pensé; y<br />
como se lo dije<br />
un poco escamado, y ella me aseguró que los traía de España... Y además no volvieron a<br />
juntarse ella y el capitán, que por entonces no nos dejaba, me quedé contento... siquiera...<br />
de haber evitado... ¡Y figúrese usted, don<br />
Enrique, ahora mentarme al capitán, después de aquello!... al capitán, precisamente... Y no<br />
a usted, que bien sé que es nuestro amigo.<br />
Hace punto el narrador.<br />
Enrique exclama:<br />
-¡Hombre! ¡hombre!<br />
Pascual añade convencido:<br />
-El capitán y mi señora lo que han tomado a usted es por tapadera... ¡y nos la están dando<br />
de primo, creáme! Sin duda Enrique muérdese los labios, por no romper a carcajadas. Yo,<br />
al menos, me los muerdo. Además, algo de aquella rabia fugaz contra<br />
Aurora, contra el capitán, que me mostró el día de la horquilla, debe volverle, puesto que le<br />
oigo abandonar a Pascual en su creencia, en su ira mansa ya vista inofensiva: