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Trigo_Felipe-Del Frio Al Fuego, Ellas A Bordo

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57<br />

yergue gracioso y lento..., es el barco una agilísima funámbula que va bailando su<br />

serpentina por la brava negrura de la noche...<br />

El viento le cubre algunas veces de las gasas, de los blancos tules desgarrados...<br />

Recorro la cubierta, afianzándome en la borda. Voy hacia la popa, procurándome el<br />

resguardo del vendaval en lo posible. Una sombra se destaca, inmóvil. No me siente, en el<br />

estruendo horrísono de todo. Veo relucir en su mano un arma... Y esto me detiene. ¿Quién<br />

es?... Ya me ha divisado. Estamos a tres pasos.<br />

-Hola, capitán, qué noche, ¿eh? -me dice.<br />

Es un hercúleo oficial reservista cuyo nombre ignoro. Ha tratado de ocultar la enorme<br />

navaja albaceteña; y no pudiendo, decídese a mostrarla y explicarse:<br />

- ¿Eh?... No creo que está demás. Se lo aconsejo. La cosa está para un tumbo... Si el caso<br />

llega... ¡zis! ¡zas!... oportunamente. Éste es mi salvavidas: el 30.<br />

Leo el número, efectivamente, en la blanca rosca amarrada a la baranda. El buen hércules<br />

ostenta un ademán resueltamente egoísta que me hace sospechar si la navaja no le serviría<br />

para defender también su salvavidas de hombres y mujeres... contra toda previsión de aquel<br />

reglamento que ya veo que no he leído solo. Háblame enseguida de que él podría salvarse<br />

sin bote, que no ve para qué sirva con olas como montañas...; es nadador y confía en que no<br />

será muy ancho este mar Rojo que recuerda de los mapas.<br />

Paréceme la caricatura de mí mismo. Hay, en efecto, en mí, larvas de las mismas<br />

intenciones... Y yo no sé, quizás, si llegado el caso, defendería también mi vida insulsa a<br />

coces y a mordiscos... Sólo que no creo el asunto para tanto, y me despido, agradeciendo<br />

los consejos. Dígole que, como liado poco, prefiero los salvavidas de chaleco que hay en<br />

los camarotes también.<br />

Confortado con tal forma original de cobardía, vuelvo hacia la proa, despacio. Durante un<br />

rato me distrae esta sensación de subir y bajar un poco dislocada como si estuviera en el<br />

extremo de un largo balancín. <strong>Al</strong> fin, me tiendo, pescando al paso un sillón que va y viene<br />

con los demás en dulce deslizarse, a cada vaivén, como los trastos del camarote. Por si<br />

acaso, lo sitúo no lejos de un asidero.<br />

Y sí, rueda un poco todavía, no obstante mi peso, en los rudos balances. Los demás sillones<br />

no dejan de ir y volver desde la borda, acompasadamente, a cada tres o cuatro bamboleos,<br />

que viene uno mayor. El calor es fuerte, pero la salpicadura de las olas va compensándome

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