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Trigo_Felipe-Del Frio Al Fuego, Ellas A Bordo

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Y no, aquí no hay sastrerías. Por las puertas, por las cornisas, por los entrepaños de las<br />

ventanas, abundan las muestras de cristal y los dorados letreros que pregonan el<br />

industrialismo de Colombo; pero son, las que voy viendo, ricas vitrinas de joyistas, lujosas<br />

sederías y suntuosos bazares donde los turcos queman en pebeteros de bronce resinas<br />

perfumadas.<br />

Detrás de los grandes vidrios con el rótulo en inglés, se tienden pieles de tigre y de pantera,<br />

jarrones, kakímonos con ibis, maques con deliciosas figurillas de marfil, elefantes de<br />

macizo ébano, sombrillas...La calle, el aire... todo huele a sándalo, a gardenia.<br />

Un gótico templo protestante se alza a la mitad de la vía. Los cars, ocupados por sires, por<br />

parejas de ladyes, siguen cruzando al trote de los negros. Son sin duda los burros de punto,<br />

que dijo en Egipto don Lacio.<br />

He llegado a una gran plaza que se abre hacia mi izquierda. Su paseo central, adornado con<br />

gazón, a la inglesa, naturalmente, sombréase de cactus colosales, de palmas y de<br />

tamarindos. El olor a gardenia sigue, embriagador. Bajo la espaldera de un helecho, donde<br />

hay un banco cerca de un cuartel de flores, descansa en el suelo, sin embargo, una familia<br />

cingalesa compuesta de un matrimonio y un niño. Me siento en el banco, a fumar y a ver las<br />

flores y el niño. Tiene tres años y está en cueros. <strong>Al</strong> acercarme se ha enfoscado, dejando de<br />

jugar para acogerse a su madre.<br />

Es bello, gordito, con una delicada belleza de hoyuelos; su rizada cabellera se enmaraña en<br />

cortos bucles alrededor de su noble frente, de su cara dulce. Pienso que habríalo modelado<br />

un escultor copiando en clara plombagina el más lindo angelillo. Forma con la madre gentil<br />

grupo.<br />

Me mira. Sonríole y se esconde más, sin quitarme ojo. Pero tengo afán de darle un beso, y<br />

me acerco. Llora y se oculta, aterrado. Le doy el beso, que recibe últimamente serio y<br />

suspenso, a un grito imperativo del padre, mientras pugna la morena mujer por alzármelo<br />

en sus brazos...<br />

Dejándole una moneda, me alejo, para ahorrarle susto... ¡pobrecillo!<br />

Como a nosotros nos espantaban de chicos: «¡que viene el negro!», a ellos les dirán: «¡que<br />

viene el blanco!»... Mas no sé por qué me ha parecido leer en la sonrisa de la hechicera<br />

muchacha que no se amedrenta de un blanco como su hijo. Plaza atrás, tomando luego por<br />

otra calle que cruza a la que he traído, camino lento, pensando que estos negros, que estas

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