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LDERES EN GUERRA: - Aníbal Romero

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Stalin estaba convencido de que era él quien encarnaba la voluntad revolucionaria, él<br />

quien debía gobernar para guiar a la URSS a través de los peligros que por todas<br />

partes la acechaban. Seguramente Trotsky no se equivocaba al pensar que Stalin<br />

padecía de un cierto complejo de inferioridad con respecto a los «intelectuales» que<br />

con tanto rencor y fanatismo perseguía, pero es también probable que el «hombre de<br />

acero» haya despreciado en ellos su falta de tenacidad y realismo políticos. En el<br />

fondo, Stalin posiblemente se consideraba un «buen bolchevique», un legítimo<br />

sucesor de Lenin y el portavoz de los más puros anhelos revolucionarios. Allí, como<br />

lo dice Khrushchev, descansa la tragedia: Stalin expresaba la máxima bismarkiana<br />

de que «la política es el arte de lo posible», y lo posible, en las condiciones en que<br />

actuó, difícilmente podía satisfacer las aspiraciones de las que brotó la Revolución<br />

de Octubre.<br />

Esta visión de Stalin no es fácil de aceptar. La figura de Stalin luce inhumana,<br />

no sólo por las acciones brutales que era capaz de conducir y ejecutar, sino también<br />

en un sentido más individual, referido a la «imagen» misma de la persona. Lenin y<br />

Trotsky eran políticos y revolucionarios, pero eran igualmente capaces de apreciar el<br />

arte, la música, la literatura. Lenin se sobrecogía al escuchar la Appassionatta de<br />

Beethoven; Trotsky fue un amante de la literatura, su personalidad intelectual era<br />

multifacética, y así como podía escribir sobre áridos temas económicos era también<br />

capaz de descubrir el valor de una obra como La Condición Humana de Malraux, y<br />

de exaltarla en brillantes artículos de crítica literaria. En Stalin todo es tedio,<br />

uniformidad, rutina de estadista centrado en la política y el poder. Los así llamados<br />

«crímenes de Stalin», es decir, las atrocidades que se cometieron bajo sus órdenes,<br />

las purgas, deportaciones y persecuciones masivas fueron de una crueldad y de una<br />

magnitud tales que se hacen «abstractas» a los ojos de los que ahora leen y se<br />

documentan al respecto. Algunos han hablado de «sadismo» en relación con estos<br />

crímenes, pero este epíteto no es quizá el más adecuado, ya que como lo dice<br />

Simone de Beauvoir en su ensayo sobre Sade: «Hacer correr la sangre era un acto<br />

cuya significación podía, en ciertas circunstancias, exaltarlo. Pero lo que exigía<br />

esencialmente de la crueldad era que se le revelara como conciencia y libertad al<br />

mismo tiempo que como carne de individuos singulares y como la suya propia.<br />

Juzgar, condenar, ver morir desde lejos a seres anónimos, no lo tentaba» 66 . En<br />

cambio, Stalin generaba o se unía a procesos que hacían perecer a miles de seres<br />

que a veces sólo quedaban como números en cómputos estadísticos. Stalin podría<br />

haber hecho suyas estas frases del célebre Marqués: «¿Qué deseamos en el gozo?<br />

Que todo lo que nos rodea no se ocupe más que de nosotros, no piense más que en<br />

nosotros, no cuide más que de nosotros... no existe hombre que no quiera ser un<br />

déspota» 67 . Pocos lo consiguen de la manera de Stalin.<br />

____________________________________________________________________<br />

66. Simone de Beauvoir: El Marqués de Sade, Siglo Veinte, Buenos Aires, 1969, p. 34.<br />

67. Ibid., p. 18.<br />

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