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Es interesante analizar a Churchill como estadista, no tanto en aras de constatar de<br />
nuevo lo que logró, sino de descubrir qué fue lo que realmente pretendió lograr sin<br />
que hubiese podido hacerlo. Con tal propósito, es necesario primeramente discutir<br />
los dilemas a que se enfrentaba Gran Bretaña con relación a su defensa y la del<br />
Imperio en el período entre las dos guerras mundiales.<br />
2. LOS DILEMAS DEL PODER INSULAR<br />
Gran Bretaña se encontró del lado de los poderes victoriosos en la Primera<br />
Guerra Mundial, pero pocas victorias habían parecido tan ambiguas al pueblo<br />
británico. Las dolorosas experiencias del conflicto, los largos años de privaciones y<br />
sacrificios, el millón de muertos que yacían en las trincheras —toda una<br />
generación— constituían un precio que a muchos lucía extremadamente alto sólo<br />
para mantener el «balance de poder» en Europa. La guerra había sido<br />
desastrosamente conducida política y militarmente; se habían derrumbado<br />
numerosos mitos y las reputaciones de muchos dirigentes civiles y militares habían<br />
sufrido un daño irreparable: El impacto de las tragedias de Passchendale, el Somme,<br />
Ypres y otras batallas en las que cientos de miles de británicos perecieron en medio<br />
del lodo y el alambre de púas, enceguecidos por el gas o acribillados por las<br />
ametralladoras, se grabó indeleblemente en la mentalidad popular. Los británicos<br />
vieron la «victoria» con escepticismo; ya no tenía interés preguntarse sobre los<br />
motivos de la guerra ni preocuparse por dilucidar a fondo sus objetivos políticos. Se<br />
trataba tan sólo de escribir un epitafio adecuado sobre las tumbas de una generación<br />
joven y voluntariosa que había sido aniquilada en espantosas condiciones,<br />
atrozmente guiada a su destino por jefes incompetentes e insensibles. El epitafio<br />
escogido fue: «¡Nunca más!»; nunca más el pueblo británico aceptaría sacrificar de<br />
esa manera sus generaciones de relevo, nunca más las enviaría masivamente a<br />
pelear al continente europeo, a participar en las turbias polémicas de esos poderes<br />
continentales cuya inestabilidad interna les hacía tan diferentes y esencialmente<br />
lejanos. El Canal de la Mancha, ese breve trozo de mar que separaba la masa<br />
terrestre de Europa de las islas británicas había permitido a este pueblo desarrollarse<br />
en forma peculiar, sin ser invadido, con el espíritu volcado hacia el océano y a<br />
construir un imperio alrededor del mundo. Gran Bretaña, así pensaban muchos,<br />
estaba en Europa, pero no formaba parte de Europa; antes de la Primera Guerra<br />
Mundial, los británicos habían intervenido muchas veces en los conflictos europeos,<br />
pero nunca —al menos así lo consideraba una mayoría— los costos fueron tan altos,<br />
y nunca debían serlo otra vez. A partir del fin de esa guerra, el aislacionismo se<br />
apoderó de los británicos; había que encerrarse en las islas, dar gracias a Dios o a<br />
los accidentes de la geografía, por la existencia de ese Canal, de esa brecha de<br />
aguas tumultuosas que les separaba de los incómodos vecinos continentales, y fijar<br />
la vista en el horizonte interminable del Imperio.<br />
El sentimiento popular era comprensible, pero lo cierto es que los británicos,<br />
incluyendo hombres de la talla de Liddell Hart, el gran teórico militar, no distinguían<br />
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