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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
125<br />
Isabel Allende<br />
caballos tropezaban con las piedras y los matorrales, las ramas nos golpeaban al<br />
pasar. Yo estaba como en otro mundo, confundido y aterrado de mi propia violencia,<br />
agradecido de que Pedro Tercero escapara, porque estaba seguro de que si hubiera<br />
caído al suelo, yo le habría seguido dando con el hacha hasta matarlo, destrozarlo,<br />
picarlo en pedacitos, con la misma decisión con que estaba dispuesto a meterle un tiro<br />
en la cabeza.<br />
Yo sé lo que dicen de mí. Dicen, entre otras cosas, que he matado a uno o a varios<br />
hombres en mi vida. Me han colgado la muerte de algunos campesinos. No es verdad.<br />
Si lo fuera, no me importaría reconocerlo, porque a la edad que tengo esas cosas se<br />
pueden decir impunemente. Ya me falta muy poco para estar enterrado. Nunca he<br />
matado a un hombre y lo más cerca que he estado de hacerlo fue ese día que tomé el<br />
hacha y me abalancé sobre Pedro Tercero García.<br />
Llegamos a la <strong>casa</strong> de noche. Me bajé trabajosamente del caballo y caminé hacia la<br />
terraza. Me había olvidado por completo del niño que iba acompañándome, porque en<br />
todo el trayecto no abrió la boca, por eso me sorprendí al sentir que me tiraba de la<br />
manga.<br />
-¿Me va a dar la recompensa, patrón? -dijo.<br />
Lo despedí de un manotazo.<br />
-No hay recompensa para los traidores que delatan. ¡Ah! ¡Y te prohíbo que cuentes<br />
lo qué pasó! ;Me has entendido? -gruñí.<br />
Entré a la <strong>casa</strong> y fui directamente a beber un trago de la botella. El coñac me quemó<br />
la garganta y me devolvió algo de calor. Luego me tendí en el sofá, resoplando.<br />
Todavía me latía desordenadamente el corazón y estaba mareado. Con el dorso de la<br />
mano limpié las lágrimas que me rodaban por las mejillas.<br />
Afuera quedó Esteban García frente a la puerta cerrada. Como yo, estaba llorando<br />
de rabia.