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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

256<br />

Isabel Allende<br />

enviaron de vuelta a las manos de Esteban García, como yo temía. Supongo que en<br />

ese momento actuó la influencia benéfica de la mujer del collar de perlas, a quien<br />

fuimos a visitar con el abuelo para agradecerle que me salvara la vida. Cuatro hombres<br />

fueron a buscarme de noche. Rojas me despertó, me ayudó a vestirme y me deseó<br />

suerte. Lo besé, agradecida.<br />

-¡Adiós, chiquilla! Cámbiese el vendaje, no se lo moje y si le vuelve la fiebre, es que<br />

se le infectó otra vez -me dijo desde la puerta.<br />

Me condujeron a una celda estrecha donde pasé el resto de la noche sentada en una<br />

silla. Al día siguiente me llevaron a un campo de concentración para mujeres. Jamás<br />

olvidaré cuando me quitaron la venda de los ojos y me encontré en un patio cuadrado<br />

y luminoso, rodeada de mujeres que cantaban para mí el Himno a la Alegría. Mi amiga<br />

Ana Díaz estaba entre ellas y corrió a abrazarme. Rápidamente me acomodaron en una<br />

litera y me dieron a conocer las reglas de la comunidad y mis responsabilidades.<br />

-Hasta que te cures no tienes que lavar ni coser, pero tienes que cuidar a los niños<br />

-decidieron.<br />

Yo había resistido el infierno con cierta entereza, pero cuando me sentí<br />

acompañada, me quebré. La menor palabra cariñosa me provocaba una crisis de<br />

llanto, pasaba la noche con los ojos abiertos en la oscuridad en medio de la<br />

promiscuidad de las mujeres, que se turnaban para cuidarme despiertas y no me<br />

dejaban nunca sola. Me ayudaban cuando empezaban a atormentarme los malos<br />

recuerdos o se me aparecía el coronel García sumiéndome en el terror, o Miguel se me<br />

quedaba prendido en un sollozo.<br />

-No pienses en Miguel -me decían, insistían-. No hay que pensar en los seres<br />

queridos ni en el mundo que hay al otro lado de estos muros. Es la única manera de<br />

sobrevivir.<br />

Ana Díaz consiguió un cuaderno escolar y me lo regaló.<br />

-Para que escribas, a ver si sacas de dentro lo que te está pudriendo, te mejoras de<br />

una vez y cantas con nosotras y nos ayudas a coser-me dijo.<br />

Le mostré mi mano y negué con la cabeza, pero ella me puso el lápiz en la otra y<br />

me dijo que escribiera con la izquierda. Poco a poco empecé a hacerlo. Traté de<br />

ordenar la historia que había empezado en la perrera. Mis compañeras me ayudaban<br />

cuando me faltaba la paciencia y el lápiz me temblaba en la mano. En ocasiones tiraba<br />

todo lejos, pero en seguida recogía el cuaderno y lo estiraba amorosamente,<br />

arrepentida porque no sabía cuándo podría conseguir otro. Otras veces amanecía triste<br />

y llena de pensamientos, me volvía contra la pared y no quería hablar con nadie, pero<br />

ellas no me dejaban, me sacudían, me obligaban a trabajar, a contar cuentos a los<br />

niños. Me cambiaban el vendaje con cuidado y me ponían el papel por delante.<br />

«Si quieres te cuento mi caso, para que lo escribas», me decían, se reían, se<br />

burlaban alegando que todos los casos eran iguales y que era mejor escribir cuentos<br />

de amor, porque eso gusta a todo el mundo. También me obligaban a comer.<br />

Repartían las porciones con estricta justicia, a cada quien según su necesidad y a mí<br />

me daban un poco más, porque decían que estaba en los huesos y así ni el hombre<br />

más necesitado se iba a fijar en mí. Me estremecía, pero Ana Díaz me recordaba que<br />

yo no era la única mujer violada y que eso, como muchas otras cosas, había que<br />

olvidarlo. Las mujeres se pasaban el día cantando a voz en cuello. Los carabineros les<br />

golpeaban la pared.<br />

-¡Cállense, putas!

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