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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

210<br />

Isabel Allende<br />

sobre los productos que iban a faltar y la gente compraba lo que hubiera, sin medida,<br />

para prevenir el futuro. Se paraban en las colas sin saber lo que se estaba vendiendo,<br />

sólo para no dejar pasar la oportunidad de comprar algo, aunque no lo necesitaran.<br />

Surgieron profesionales de las colas, que por una suma razonable guardaban el puesto<br />

a otros, los vendedores de golosinas que aprovechaban el tumulto para colocar sus<br />

chucherías y los que alquilaban mantas para las largas colas nocturnas. Se desató el<br />

mercado negro. La policía trató de impedirlo, pero era como una peste que se metía<br />

por todos lados y por mucho que revisaran los carros y detuvieran a los que portaban<br />

bultos sospechosos no lo podían evitar. Hasta los niños traficaban en los patios de las<br />

escuelas. En la premura por acaparar productos, se producían confusiones y los que<br />

nunca habían fumado terminaban pagando cualquier precio por una cajetilla de<br />

cigarros, y los que no tenían niños se peleaban por un tarro de alimento para<br />

lactantes. Desaparecieron los repuestos de las cocinas, de las máquinas industriales,<br />

de los vehículos. Racionaron la gasolina y las filas de automóviles podían durar dos<br />

días y una noche, bloqueando la ciudad como una gigantesca boa inmóvil tostándose al<br />

sol. No había tiempo para tantas colas y los oficinistas tuvieron que desplazarse a pie o<br />

en bicicleta. Las calles se llenaron de ciclistas acezantes y aquello parecía un delirio de<br />

holandeses. Así estaban las cosas cuando los camioneros se declararon en huelga. A la<br />

segunda semana fue evidente que no era un asunto laboral, sino político, y que no<br />

pensaban volver al trabajo. El ejército quiso hacerse cargo del problema, porque las<br />

hortalizas se estaban pudriendo en los campos y en los mercados no había nada que<br />

vender a las amas de <strong>casa</strong>, pero se encontró con que los chóferes habían destripado<br />

los motores y era imposible mover los millares de camiones que ocupaban las<br />

carreteras como car<strong>casa</strong>s fosilizadas. El presidente apareció en televisión pidiendo<br />

paciencia. Advirtió al país que los camioneros estaban pagados por el imperialismo y<br />

que iban a mantenerse en huelga indefinidamente, así es que lo mejor era cultivar sus<br />

propias verduras en los patios y balcones, al menos hasta que se descubriera otra<br />

solución. El pueblo, que estaba habituado a la pobreza y que no había comido pollo<br />

más que para las fiestas patrias y la Navidad, no perdió la euforia del primer día, al<br />

contrario, se organizó como para una guerra, decidido a no permitir que el sabotaje<br />

económico le amargara el triunfo. Siguió celebrando con espíritu festivo y cantando por<br />

las calles aquello de que el pueblo unido jamás será vencido, aunque cada vez sonaba<br />

más desafinado, porque la división y el odio cundían inexorablemente.<br />

Al senador Trueba, como a todos los demás, también le cambió la vida. El<br />

entusiasmo por la lucha que había emprendido le devolvió las fuerzas de antaño y<br />

alivió un poco el dolor de sus pobres huesos. Trabajaba como en sus mejores tiempos.<br />

Hacía múltiples viajes de conspiración al extranjero y recorría infatigablemente las<br />

provincias del país, de norte a sur, en avión, en automóvil y en los trenes, donde se<br />

había acabado el privilegio de los vagones de primera clase. Resistía las truculentas<br />

cenas con que lo agasajaban sus partidarios en cada ciudad, pueblo y aldea que<br />

visitaba, fingiendo el apetito de un preso, a pesar de que sus tripas de anciano ya no<br />

estaban para esos sobresaltos. Vivía en conciliábulos. Al principio, el largo ejercicio de<br />

la democracia lo limitaba en su capacidad para poner trampas al gobierno, pero pronto<br />

abandonó la idea de jorobarlo dentro de la ley y aceptó el hecho de que la única forma<br />

de vencerlo era empleando los recursos prohibidos. Fue el primero que se atrevió a<br />

decir en público que para detener el avance del marxismo sólo daría resultado un golpe<br />

militar, porque el pueblo no renunciaría al poder que había estado esperando con<br />

ansias durante medio siglo, porque faltaran los pollos.<br />

-¡Déjense de mariconadas y empuñen las armas! -decía cuando oía hablar de<br />

sabotaje.

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