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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
Isabel Allende<br />
viaje a Italia y a los dos días de embarcarse, Esteban se sentía enamorado como un<br />
adolescente, a pesar de que el movimiento del buque sumió a Clara en un mareo<br />
incontrolable y el encierro le produjo asma. Sentado a su lado en el estrecho camarote,<br />
poniéndole paños mojados en la frente y sosteniéndola cuando vomitaba, se sentía<br />
profundamente feliz y la deseaba con una intensidad injustificada, teniendo en<br />
consideración su lamentable estado. Al cuarto día ella amaneció mejor y salieron a<br />
cubierta a mirar el mar. Al verla con la nariz colorada por el viento y riéndose con<br />
cualquier pretexto, Esteban se juró que tarde o temprano ella llegaría a amarlo en la<br />
forma en que necesitaba ser querido, aunque para lograrlo tuviera que emplear los<br />
recursos más extremos. Se daba cuenta que Clara no le pertenecía y que si ella<br />
continuaba habitando un mundo de aparecidos, de mesas de tres patas que se mueven<br />
solas y barajas que escrutan el futuro, lo más probable era que no llegara a<br />
pertenecerle nunca. La despreocupada e impúdica sensualidad de Clara tampoco le<br />
bastaba. Deseaba mucho más que su cuerpo, quería apoderarse de esa materia<br />
imprecisa y luminosa que había en su interior y que se le escapaba aun en los<br />
momentos en que ella parecía agonizar de placer. Sentía que sus manos eran muy<br />
pesadas, sus pies muy grandes, su voz muy dura, su barba muy áspera, su costumbre<br />
de violaciones y de prostitutas muy arraigada, pero aunque tuviera que darse vuelta al<br />
revés como un guante, estaba dispuesto a seducirla.<br />
Regresaron de la luna de miel tres meses después. Férula los esperaba con la <strong>casa</strong><br />
nueva, que todavía olía a pintura y cemento fresco, llena de flores y fuentes con<br />
frutas, tal como Esteban le había ordenado. Al cruzar el umbral por primera vez,<br />
Esteban levantó a su mujer en brazos. Su hermana se sorprendió de no sentir celos y<br />
observó que Esteban parecía haber rejuvenecido.<br />
-Te ha hecho bien el matrimonio -dijo.<br />
Llevó a Clara a recorrer la <strong>casa</strong>. Ella paseaba la vista y encontraba todo muy bonito,<br />
con la misma cortesía con que celebraba una puesta de sol en alta mar, la Plaza San<br />
Marcos o el aderezo de brillantes. En la puerta de la habitación destinada a ella,<br />
Esteban le pidió que cerrara los ojos y la condujo de la mano hasta el centro.<br />
-Ya puedes abrirlos -le dijo encantado.<br />
Clara miró a su alrededor. Era una pieza grande con las paredes tapizadas en seda<br />
azul, muebles ingleses, grandes ventanas con balcones abiertos al jardín y una cama<br />
con dosel y cortinas de gasa que parecía un velero navegando en el agua mansa de la<br />
seda azul.<br />
-Muy bonito -dijo Clara.<br />
Entonces Esteban le señaló el lugar donde estaba parada. Era la maravillosa<br />
sorpresa que había preparado para ella. Clara bajó los ojos y dio un grito pavoroso;<br />
estaba de pie sobre el lomo negro de Barrabás, que yacía abierto de patas, convertido<br />
en alfombra, con la cabeza intacta y dos ojos de vidrio mirándola con la expresión de<br />
desamparo propia de la taxidermia. Su marido alcanzó a sostenerla antes que cayera<br />
desmayada al suelo.<br />
-Ya te dije que no le iba a gustar, Esteban -dijo Férula.<br />
El cuero curtido de Barrabás fue rápidamente sacado de la habitación y lo tiraron<br />
en un rincón del sótano, junto con los libros mágicos de los baúles encantados del tío<br />
Marcos y otros tesoros, donde se defendió de las polillas y del abandono con una<br />
tenacidad digna de mejor causa, hasta que otras generaciones lo rescataron.<br />
Muy pronto fue evidente que Clara estaba embarazada. El cariño que Férula sentía<br />
por su cuñada se transformó en una pasión por cuidarla, una dedicación para servirla y<br />
una tolerancia ilimitada para resistir sus distracciones y excentricidades. Para Férula,<br />
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