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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

Isabel Allende<br />

de plumas de cisne y le cepillaba el pelo con infinita paciencia, hasta dejárselo brillante<br />

y dócil como una planta de mar. La vestía, le abría la cama, le llevaba el desayuno en<br />

bandeja, la obligaba a tomar infusión de tilo para los nervios, de manzanilla para el<br />

estómago, de limón para la transparencia de la piel, de ruda para la mala bilis y de<br />

menta para la frescura del aliento, hasta que la niña se convirtió en un ser angélico y<br />

hermoso que deambulaba por los patios y los corredores envuelta en un aroma de<br />

flores, un rumor de enaguas almidonadas y un halo de rizos y cintas.<br />

Clara pasó la infancia y entró en la juventud dentro de las paredes de su <strong>casa</strong>, en un<br />

mundo de historias asombrosas, de silencios tranquilos, donde el tiempo no se<br />

marcaba con relojes ni calendarios y donde los objetos tenían vida propia, los<br />

aparecidos se sentaban en la mesa y hablaban con los humanos, el pasado y el futuro<br />

eran parte de la misma cosa y la realidad del presente era un caleidoscopio de espejos<br />

desordenados donde todo podía ocurrir. Es una delicia, para mi, leer los cuadernos de<br />

esa época, donde se describe un mundo mágico que se acabó. Clara habitaba un<br />

universo inventado para ella, protegida de las inclemencias de la vida, donde se<br />

confundían la verdad prosaica de las cosas materiales con la verdad tumultosa de los<br />

sueños, donde no siempre funcionaban las leyes de la física o la lógica. Clara vivió ese<br />

período ocupada en sus fantasías, acompañada por los espíritus del aire, del agua y de<br />

la tierra, tan feliz, que no sintió la necesidad de hablar en nueve años. Todos habían<br />

perdido la esperanza de volver a oírle la voz, cuando el día de su cumpleaños, después<br />

que sopló las diecinueve velas de su pastel de chocolate, estrenó una voz que había<br />

estado guardada durante todo aquel tiempo y que tenía resonancia de instrumento<br />

desafinado.<br />

-Pronto me voy a <strong>casa</strong>r -dijo.<br />

-¿Con quién? -preguntó Severo.<br />

-Con el novio de Rosa -respondió ella.<br />

Y entonces se dieron cuenta que había hablado por primera vez en todos esos años<br />

y el prodigio removió la <strong>casa</strong> en sus cimientos y provocó el llanto de toda la familia. Se<br />

llamaron unos a otros, se desparramó la noticia por la ciudad, consultaron al doctor<br />

Cuevas, que no podía creerlo, y en el alboroto de que Clara había hablado, a todos se<br />

les olvidó lo que dijo y no se acordaron hasta dos meses más tarde, cuando apareció<br />

Esteban Trueba, a quien no habían visto desde el entierro de Rosa, a pedir la mano de<br />

Clara.<br />

Esteban Trueba se bajó en la estación y cargó él mismo sus dos maletas. La cúpula<br />

de fierro que habían construido los ingleses imitando la Estación Victoria, en los<br />

tiempos en que tenían la concesión de los ferrocarriles nacionales, no había cambiado<br />

nada desde la última vez que estuvo allí años antes, los mismos cristales sucios, los<br />

niños lustrabotas, las vendedoras de pan de huevo y dulces criollos y los cargadores<br />

con sus gorras oscuras con la insignia de la corona británica, que a nadie se le había<br />

ocurrido sustituir por otra con los colores de la bandera. Tomó un coche y le dio la<br />

dirección de la <strong>casa</strong> de su madre. La ciudad le pareció desconocida, había un desorden<br />

de modernismo, un prodigio de mujeres mostrando las pantorrillas, de hombres con<br />

chaleco y pantalones con pliegues, un estropicio de obreros haciendo hoyos en el<br />

pavimento, quitando árboles para poner postes, quitando postes para poner edificios,<br />

quitando edificios para plantar árboles, un estorbo de pregoneros ambulantes gritando<br />

las maravillas del afilador de cuchillos, del maní tostado, del muñequito que baila solo,<br />

sin alambre, sin hilos, compruébelo usted mismo, pásele la mano, un viento de<br />

basurales, de fritangas, de fábricas, de automóviles tropezando con los coches y los<br />

tranvías de tracción a sangre, como llamaban a los caballos viejos que tiraban la<br />

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