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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

247<br />

Isabel Allende<br />

-Aguanta, compañera-dijo alguien a su lado-. Aguanta hasta mañana. Si tomas<br />

agua, te vienen convulsiones y puedes morir.<br />

Abrió los ojos. No los tenía vendados. Un rostro vagamente familiar estaba inclinado<br />

sobre ella, unas manos la arroparon con una manta.<br />

-¿Te acuerdas de mí? Soy Ana Díaz. Fuimos compañeras en la universidad. ¿No me<br />

reconoces?<br />

Alba negó con la cabeza, cerró los ojos y se abandonó a la dulce ilusión de la<br />

muerte. Pero unas horas más tarde despertó y al moverse sintió que le dolía hasta la<br />

última fibra de su cuerpo.<br />

-Pronto te sentirás mejor -dijo una mujer que estaba acariciándole la cara y<br />

apartando unos mechones de pelo húmedo que le tapaban los ojos-. No te muevas y<br />

trata de relajarte. Yo estaré a tu lado, descansa.<br />

-¿Qué pasó? -balbuceó Alba.<br />

-Te dieron fuerte, compañera-dijo la otra con tristeza.<br />

-¿Quién eres? -preguntó Alba.<br />

-Ana Díaz. Estoy aquí desde hace una semana. A mi compañero también lo<br />

agarraron, pero todavía está vivo. Una vez al día lo veo pasar, cuando los llevan al<br />

baño.<br />

-¿Ana Díaz? -murmuró Alba.<br />

-La misma. No éramos muy amigas en la universidad, pero nunca es tarde para<br />

empezar. La verdad es que la última persona que pensaba encontrar aquí eras tú,<br />

condesa -dijo con dulzura la mujer-. No hables, trata de dormir, para que se te haga<br />

más corto el tiempo. Poco a poco te volverá la memoria, no te preocupes. Es por la<br />

electricidad.<br />

Pero Alba no pudo dormir, porque se abrió la puerta de la celda, entró un hombre.<br />

-¡Ponle la venda! -ordenó a Ana Díaz.<br />

-¡Por favor...! ¿No ve que está muy débil? Déjela descansar un poco...<br />

-¡Haz lo que te digo!<br />

Ana se inclinó sobre el camastro y le puso la venda en los ojos. Luego quitó la<br />

manta y trató de vestirla, pero el guardia la apartó de un empujón; levantó a la<br />

prisionera por los brazos y la sentó. Otro entró a ayudarlo y entre los dos la llevaron<br />

en vilo, porque no podía caminar. Alba estaba segura de que se estaba muriendo, si es<br />

que no estaba muerta ya. Oyó que avanzaba por un corredor donde el ruido de las<br />

pisadas era devuelto por el eco. Sintió una mano en su cara, levantándole la cabeza.<br />

-Pueden ciarle agua. Lávenla y póngale otra inyección. Vean si puede tragar un poco<br />

de café y me la traen -dijo García..<br />

-¿La vestimos, coronel?<br />

-No.<br />

Alba estuvo en manos de García mucho tiempo. A los pocos días él se dio cuenta<br />

que lo había reconocido, pero no abandonó la precaución de mantenerla con los ojos<br />

vendados, incluso cuando estaban solos. Diariamente traían y se llevaban nuevos<br />

prisioneros. Alba oía los vehículos, los gritos, el portón que se cerraba, y procuraba<br />

llevar la cuenta de los detenidos, pero era casi imposible. Ana Díaz calculaba que había<br />

alrededor de doscientos. García estaba muy ocupado, pero no dejó pasar un día sin<br />

vera Alba, alternando la violencia desatada, con su comedia de buen amigo. A veces

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