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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

227<br />

Isabel Allende<br />

insignificante dentro de las Fuerzas Armadas. La mayoría era como ese teniente<br />

escrupuloso que me llevó a la <strong>casa</strong>. Supuse que al poco tiempo se restablecería el<br />

orden y cuando se aliviara la tensión de los primeros días, me pondría en contacto con<br />

alguien mejor colocado en la jerarquía militar. Lamenté no haberme dirigido al general<br />

Hurtado, no lo había hecho por respeto y también, lo reconozco, por orgullo, porque lo<br />

correcto era que él me buscara y no yo a él.<br />

No me enteré de la muerte de mi hijo Jaime hasta dos semanas después, cuando se<br />

nos había pasado la euforia del triunfo al ver que todo el mundo andaba contando a los<br />

muertos y a los desaparecidos. Un domingo se presentó en la <strong>casa</strong> un soldado sigiloso<br />

y relató a Blanca en la cocina lo que había visto en el Ministerio de Defensa y lo que<br />

sabía de los cuerpos dinamitados.<br />

-El doctor Del Valle salvó la vida de mi madre -dijo el soldado mirando el suelo, con<br />

el casco de guerra en la mano-. Por eso vengo a decirles cómo lo mataron.<br />

Blanca me llamó para que oyera lo que decía el soldado, pero me negué a creerlo.<br />

Dije que el hombre se había confundido, que no era Jaime, sino otra persona la que<br />

había visto en la sala de las calderas, porque Jaime no tenía nada que hacer en el<br />

Palacio Presidencial el día del Pronunciamiento Militar. Estaba seguro que mi hijo había<br />

escapado al extranjero por algún paso fronterizo o se había asilado en alguna<br />

embajada, en el supuesto de que lo estuvieran persiguiendo. Por otra parte, su<br />

nombre no aparecía en ninguna de las listas de la gente solicitada por las autoridades,<br />

así es que deduje que Jaime no tenía nada que temer.<br />

Había de pasar mucho tiempo, varios meses, en realidad, para que yo comprendiera<br />

que el soldado había dicho la verdad. En los desvaríos de la soledad aguardaba a mi<br />

hijo sentado en la poltrona de la biblioteca, con los ojos fijos en el umbral de la puerta,<br />

llamándolo con el pensamiento, tal como llamaba a Clara. Tanto lo llamé, que<br />

finalmente llegué a verlo, pero se me apareció cubierto de sangre seca y andrajos,<br />

arrastrando serpentinas de alambres de púas sobre el parquet encerado. Así supe que<br />

había muerto tal como nos había contado el soldado. Sólo entonces comencé a hablar<br />

de la tiranía. Mi nieta Alba, en cambio, vio perfilarse al dictador mucho antes que yo.<br />

Lo vio destacarse entre los generales y gentes de guerra. Lo reconoció al punto,<br />

porque ella heredó la intuición de Clara. Es un hombre tosco y de apariencia sencilla,<br />

de pocas palabras, como un campesino. Parecía modesto y pocos pudieron adivinar<br />

que algún día lo Verían envuelto en una capa de emperador, con los brazos en alto,<br />

para acallar a las multitudes acarreadas en camiones para vitorearlo, sus augustos<br />

bigotes temblando de vanidad, inaugurando el monumento a Las Cuatro Espadas,<br />

desde cuya cima una antorcha eterna iluminaría los destinos de la patria, pero, que por<br />

un error de los técnicos extranjeros, jamás se elevó llama alguna, sino solamente una<br />

espesa humareda de cocinería que quedó flotando en el cielo como una perenne<br />

tormenta de otros climas.<br />

Empecé a pensar que me había equivocado en el procedimiento y que tal vez no era<br />

ésa la mejor solución para derrocar al marxismo. Me sentía cada vez más solo, porque<br />

ya nadie me necesitaba, no tenía a mis hijos y Clara, con su manía de la mudez y la<br />

distracción, parecía un fantasma. Incluso Alba se alejaba cada día más. Apenas la veía<br />

en la <strong>casa</strong>.. Pasaba por mi lado como una ráfaga, con sus horrendas faldas largas de<br />

algodón arrugado y su increíble pelo verde, como el de Rosa, ocupada en quehaceres<br />

misteriosos que llevaba a cabo con la complicidad de su abuela. Estoy seguro que a<br />

mis espaldas ellas dos tramaban secretos. Mi nieta andaba azorada, igual como Clara<br />

en los tiempos del tifus, cuando se echó a la espalda el fardo del dolor ajeno.

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