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allende-i-casa-espiritus

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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

155<br />

Isabel Allende<br />

agazapada pasaba por el fondo del corredor. Esta vez estaba segura de que no lo<br />

había soñado, pero debido al peso de su vientre, necesitó casi un minuto para alcanzar<br />

el corredor. La noche estaba fría y soplaba la brisa del desierto, que hacía crujir los<br />

viejos artesonados de la <strong>casa</strong> e hinchaba las cortinas como negras velas en alta mar.<br />

Desde pequeña, cuando escuchaba los cuentos de cucos de la Nana en la cocina, temía<br />

a la oscuridad, pero no se atrevió a encender las luces para no espantar a las<br />

pequeñas momias en sus erráticos paseos.<br />

De pronto rompió el espeso silencio de la noche un grito ronco, amortiguado, como<br />

si saliera del fondo de un ataúd o al menos eso pensó Blanca. Comenzaba a ser víctima<br />

de la morbosa fascinación de las cosas de ultratumba. Se inmovilizó, con el corazón a<br />

punto de saltarle por la boca, pero un segundo gemido la sacó del ensimismamiento,<br />

dándole faenas para avanzar hasta la puerta del laboratorio de Jean de Satigny. Trató<br />

de abrirla, pero estaba con llave. Pegó la cara a la puerta y entonces sintió claramente<br />

murmullos, gritos sofocados y risas, y ya no tuvo dudas de que algo estaba ocurriendo<br />

con las momias. Regresó a su habitación confortada por la convicción de que no eran<br />

sus nervios los que estaban fallando, sino que algo atroz ocurría en el antro secreto de<br />

su marido.<br />

Al día siguiente, Blanca esperó que Jean de Satigny terminara su meticuloso aseo<br />

personal, desayunara con su parsimonia habitual, leyera su periódico hasta la última<br />

página y finalmente saliera en su diario paseo matinal, sin que nada en su plácida<br />

indiferencia de futura madre, delatara su feroz determinación. Cuando Jean salió, ella<br />

llamó al indio de los tacones altos y por primera vez le dio una orden.<br />

-Anda a la ciudad y me compras papayas confitadas -ordenó secamente.<br />

El indio se fue con el trote lento de los de su raza y ella se quedó en la <strong>casa</strong> con los<br />

otros sirvientes, a quienes temía mucho menos que a ese extraño individuo de<br />

inclinaciones cortesanas. Supuso que disponía de un par de horas antes que regresara,<br />

de modo que decidió no apurarse y actuar con serenidad. Estaba resuelta a aclarar el<br />

misterio de las momias furtivas. Se dirigió al laboratorio, segura de que a plena luz de<br />

la mañana las momias no tendrían ánimo para hacer payasadas y deseando que la<br />

puerta estuviera sin llave, pero la encontró cerrada, como siempre. Probó todas las<br />

llaves que tenía, pero ninguna sirvió. Entonces tomó el más grande cuchillo de la<br />

cocina, lo metió en el quicio de la puerta y empezó a forcejear hasta que saltó en<br />

pedazos la madera reseca del marco y así pudo soltar la chapa y abrir la puerta. El<br />

daño que le hizo a la puerta era indisimulable y comprendió que cuando su marido lo<br />

viera, tendría que ofrecer alguna explicación razonable, pero se consoló con el<br />

argumento de que como dueña de la <strong>casa</strong>, tenia derecho a saber lo que estaba<br />

ocurriendo bajo su techo. A pesar de su sentido práctico, que había resistido<br />

inconmovible más de veinte años el baile de la mesa de tres patas y oír a su madre<br />

pronosticar lo impronosticable, al cruzar el umbral del laboratorio, Blanca estaba<br />

temblando.<br />

A tientas buscó el interruptor y encendió la luz. Se encontró en una espaciosa<br />

habitación con los muros pintados de negro y gruesas cortinas del mismo color en las<br />

ventanas, por donde no se colaba ni el más débil rayo de luz. El suelo estaba cubierto<br />

de gruesas alfombras oscuras y por todos lados vio los focos, las lámparas y las<br />

pantallas que había visto usar a Jean por primera vez durante el funeral de Pedro<br />

García, el viejo, cuando le dio por tomar retratos de los muertos y de los vivos, hasta<br />

que puso a todo el mundo en ascuas y los campesinos terminaron pateando las placas<br />

en el suelo. Miró a su alrededor desconcertada: estaba dentro de un escenario<br />

fantástico. Avanzó sorteando baúles abiertos que contenían ropajes emplumados de<br />

todas las épocas, pelucas rizadas y sombreros ostentosos, se detuvo ante un trapecio

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