Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
75<br />
Isabel Allende<br />
organismo humano no estaba hecho para resistir un desplazamiento a veinte<br />
kilómetros por hora y que el nuevo ingrediente que llamaban gasolina podía inflamarse<br />
y producir una reacción en cadena que acabaría con la ciudad. Hasta la Iglesia se<br />
metió en el asunto. El padre Restrepo, que tenía a la familia Del Valle en la mira desde<br />
el enojoso asunto de Clara en la misa del Jueves Santo, se constituyó en guardián de<br />
las buenas costumbres e hizo oír su voz de Galicia contra los «amicis rerum novarum»,<br />
amigos de las cosas nuevas, como esos aparatos satánicos que comparó con el carro<br />
de fuego en que el profeta Elías desapareció en dirección al cielo. Pero Severo ignoró el<br />
escándalo y al poco tiempo otros caballeros siguieron su ejemplo, hasta que el<br />
espectáculo de los automóviles dejó de ser una novedad. Lo usó por más de diez años,<br />
negándose a cambiar el modelo cuando la ciudad se llenó de carros modernos que<br />
eran más eficientes y seguros, por la misma razón que su esposa no quiso eliminar a<br />
los caballos de tiro hasta que murieron tranquilamente de vejez. El Sunbeam tenía<br />
cortinas de encaje y dos floreros de cristal en los costados, donde Nívea mantenía<br />
flores frescas, era todo forrado en madera pulida y en cuero ruso y sus piezas de<br />
bronce eran brillantes como el oro. A pesar de su origen británico, fue bautizado con<br />
un nombre indígena, Covadonga. Era perfecto, en verdad, excepto porque nunca le<br />
funcionaron bien los frenos. Severo se enorgullecía de sus habilidades mecánicas. Lo<br />
desarmó varias veces intentando arreglarlo y otras tantas se lo confió al Gran Cornudo,<br />
un mecánico italiano que era el mejor del país. Le debía su apodo a una tragedia que<br />
había ensombrecido su vida. Decían que su mujer, hastiada de ponerle cuernos sin que<br />
él se diera por aludido, lo abandonó una noche tormentosa, pero antes de marcharse<br />
ató unos cuernos de carnero que consiguió en la carnicería, en las puntas de la reja del<br />
taller mecánico. Al día siguiente, cuando el italiano llegó a su trabajo, encontró un<br />
corrillo de niños y vecinos burlándose de él. Aquel drama, sin embargo, no mermó en<br />
nada su prestigio profesional, pero él tampoco pudo componer los frenos del<br />
Covadonga. Severo optó por llevar una piedra grande en el automóvil y cuando<br />
estacionaba en pendiente, un pasajero apretaba el freno de pie y el otro descendía<br />
rápidamente y ponía la piedra por delante de las ruedas. El sistema en general daba<br />
buen resultado, pero ese domingo fatal, señalado por el destino como el último de sus<br />
vidas, no fue así. Los esposos Del Valle salieron a pasear a las afueras de la ciudad<br />
como hacían siempre que había un día asoleado. De pronto los frenos dejaron de<br />
funcionar por completo y antes que Nívea alcanzara a saltar del coche para colocar la<br />
piedra, o Severo a maniobrar, el automóvil se fue rodando cerro abajo. Severo trató de<br />
desviarlo o de detenerlo, pero el diablo se había apoderado de la máquina que voló<br />
descontrolada hasta estrellarse contra una carretela cargada de fierro de construcción.<br />
Una de las láminas entró por el parabrisas y decapitó a Nívea limpiamente. Su cabeza<br />
salió disparada y a pesar de la búsqueda de la policía, los guardabosques y los vecinos<br />
voluntarios que salieron a rastrearla con perros, fue imposible dar con ella en dos días.<br />
Al tercero los cuerpos comenzaban a heder y tuvieron que enterrarlos incompletos en<br />
un funeral magnífico al cual asistió la tribu Del Valle y un número increíble de amigos y<br />
conocidos, además de las delegaciones de mujeres que fueron a despedir los restos<br />
mortales de Nívea, considerada para entonces la primera feminista del país y de quien<br />
sus enemigos ideológicos dijeron que si había perdido la cabeza en vida, no había<br />
razón para que la conservara en la muerte. Clara, recluida en su <strong>casa</strong>, rodeada de<br />
sirvientes que la cuidaban, con Férula como guardián y dopada por el doctor Cuevas,<br />
no asistió al sepelio. No hizo ningún comentario que indicara que sabía el espeluznante<br />
asunto de la cabeza perdida, por consideración a todos los que habían intentado<br />
ahorrarle ese último dolor, sin embargo, cuando terminaron los funerales y la vida<br />
pareció retornar a la normalidad, Clara convenció a Férula de que la acompañara a<br />
buscarla y fue inútil que su cuñada le diera más pócimas y píldoras, porque no desistió<br />
en su empeño. Vencida, Férula comprendió que no era posible seguir alegando que lo