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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

165<br />

Isabel Allende<br />

afueras de la ciudad donde llevó a su sobrina para pagar el premio. Ella recordará<br />

siempre los cuerpos pesados de los animales, su torpeza, sus colas embarradas<br />

golpeándole la cara, el olor a boñiga, los cuernos que la rozaban y su propia sensación<br />

de vacío en el estómago, de vértigo maravilloso, de increíble excitación, mezcla de<br />

apasionada curiosidad y de terror, que sólo volvió a sentir en instantes fugaces de su<br />

vida.<br />

Esteban Trueba, que siempre había tenido dificultad para expresar su necesidad de<br />

afecto y que desde que se deterioraron sus relaciones matrimoniales con Clara no tenía<br />

acceso a la ternura, volcó en Alba sus mejores sentimientos. La niña le importaba más<br />

de lo que nunca le importaron sus propios hijos. Cada mañana ella iba en pijama a la<br />

pieza de su abuelo, entraba sin golpear y se introducía en su cama. Él fingía despertar<br />

sobresaltado, aunque en realidad la estaba esperando y gruñía que no le molestara,<br />

que se fuera a su habitación y lo dejara dormir. Alba le hacía cosquillas hasta que,<br />

aparentemente vencido, él la autorizaba para que buscara el chocolate que escondía<br />

para ella. Alba conocía todos los escondites y su abuelo los usaba siempre en el mismo<br />

orden, pero para no defraudarlo se afanaba un buen rato buscando y daba gritos de<br />

júbilo al encontrarlo. Esteban nunca supo que su nieta odiaba el chocolate y que lo<br />

comía por amor a él. Con esos juegos matinales, el senador satisfacía su necesidad de<br />

contacto humano. El resto del día estaba ocupado en el Congreso, el Club, el golf, los<br />

negocios y sus conciliábulos políticos. Dos veces al año iba a Las Tres Marías con su<br />

nieta por dos o tres semanas. Ambos regresaban bronceados, más gordos y felices. Allí<br />

destilaban un aguardiente casero que servía para beberlo, para encender la cocina,<br />

para desinfectar heridas y matar cucarachas y que ellos llamaban pomposamente<br />

«vodka». Al final de su vida, cuando los noventa años lo habían convertido en un viejo<br />

árbol retorcido y frágil, Esteban Trueba recordaría esos momentos con su nieta como<br />

los mejores de su existencia, y ella también guardó siempre en la memoria la<br />

complicidad de esos viajes al campo de la mano con su abuelo, los paseos al anca de<br />

su caballo, los atardeceres en la inmensidad de los potreros, las largas noches junto a<br />

la chimenea del salón contando cuentos de aparecidos y dibujando.<br />

Las relaciones del senador Trueba con el resto de su familia no hicieron más que<br />

empeorar con el tiempo. Una vez por semana, los sábados, se reunían a cenar<br />

alrededor de la gran mesa de encina que había estado siempre en la familia y que<br />

antes perteneció a los Del Valle, es decir, venía de la más antigua antigüedad, y había<br />

servido para velar a los muertos, para bailes flamencos y otros oficios impensados.<br />

Sentaban a Alba entre su madre y su abuela, con un almohadón en la silla para que su<br />

nariz alcanzara la altura del plato. La niña observaba a los adultos con fascinación, su<br />

abuela radiante, con los dientes puestos para la ocasión, dirigiendo mensajes cruzados<br />

a su marido a través de sus hijos o los sirvientes, Jaime haciendo alarde de mala<br />

educación, eructando después de cada plato y escarbándose los dientes con el dedo<br />

meñique para molestar a su padre, Nicolás con los ojos entrecerrados masticando<br />

cincuenta veces cada bocado y Blanca parloteando de cualquier cosa para crear la<br />

ficción de una cena normal. Trueba se mantenía relativamente silencioso hasta que lo<br />

traicionaba su mal carácter y empezaba a pelear con su hijo Jaime por razones de<br />

pobres, de votaciones, de socialistas y de principios, o a insultar a Nicolás por sus<br />

iniciativas de elevarse en globo y practicar acupuntura con Alba, o castigar a Blanca<br />

con sus réplicas brutales, su indiferencia y sus advertencias inútiles de que había<br />

arruinado su vida y que no heredaría ni un peso de él. A la única que no hacía frente<br />

era a Clara, pero con ella casi no hablaba. En ocasiones Alba sorprendía los ojos de su<br />

abuelo prendidos en Clara, se la quedaba mirando y se iba poniendo blanco y dulce<br />

hasta parecer un anciano desconocido. Pero eso no ocurría con frecuencia, lo normal<br />

era que los esposos se ignoraran. Algunas veces el senador Trueba perdía el control y

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