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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

195<br />

Isabel Allende<br />

ráfaga de metralla en Bolivia. Era el ideólogo que hacía arder en sus alumnos la llama<br />

que la mayoría vio apagarse cuando abandonaron la universidad y se incorporaron al<br />

mundo que en su primera juventud creyeron poder cambiar. Era un hombre pequeño,<br />

enjuto, de nariz aguileña y pelo ralo, animado por un fuego interior que no le daba<br />

tregua. A él le debía Alba el apodo de «condesa», porque el primer día su abuelo tuvo<br />

la mala idea de mandarla a clases en el automóvil con chofer y el profesor la divisó. El<br />

apodo era un acierto casual, porque Gómez no podía saber que, en el caso improbable<br />

de que ella algún día quisiera hacerlo, podía desenterrar el título de nobleza de Jean de<br />

Satigny que era una de las pocas cosas auténticas que tenía el conde francés que le<br />

dio el apellido. Alba no le guardaba rencor por el sobrenombre burlón, por el contrario,<br />

algunas veces había fantaseado con la idea de seducir al esforzado profesor. Pero<br />

Sebastián Gómez había visto a muchas niñas como Alba y sabía distinguir esa mezcla<br />

de compasión y curiosidad que provocaban sus muletas sosteniendo sus pobres<br />

piernas de trapo.<br />

Así pasó todo el día, sin que el Grupo Móvil moviera sus tanquetas y sin que el<br />

gobierno cediera ante las demandas de los trabajadores. Alba empezó a preguntarse<br />

qué diablos estaba haciendo en ese lugar, porque el dolor de vientre se estaba<br />

haciendo insoportable y la necesidad de lavarse en un baño con agua corriente<br />

empezaba a obsesionarla. Cada vez que miraba hacia la calle y veía a los carabineros<br />

se le llenaba la boca de saliva. Para entonces ya se había dado cuenta que los<br />

entrenamientos de su tío Nicolás no eran tan efectivos en el momento de la acción<br />

como en la ficción de los sufrimientos imaginarios. Dos horas después Alba sintió entre<br />

las piernas una viscosidad tibia y vio sus pantalones manchados de rojo. La invadió<br />

tina sensación de pánico. Durante esos días el temor de que eso ocurriera la atormentó<br />

casi tanto como el hambre. La mancha en sus pantalones era como una bandera. No<br />

intentó disimularla. Se encogió en un rincón sintiéndose perdida. Cuando era pequeña,<br />

su abuela le había enseñado que las cosas propias de la función humana son naturales<br />

y podía hablar de la menstruación como de la poesía, pero más tarde, en el colegio, se<br />

enteró que todas las secreciones del cuerpo, menos las lágrimas, son indecentes.<br />

Miguel se dio cuenta de su bochorno y su angustia, salió a buscar a la improvisada<br />

enfermería un paquete de algodón y consiguió unos pañuelos, pero al poco rato se<br />

dieron cuenta que no era suficiente y al anochecer Alba lloraba de humillación y de<br />

dolor, asustada por las tenazas en sus entrañas y por ese gorgoriteo sangriento que no<br />

se parecía en nada a lo de otros meses. Creía que algo se le estaba reventando dentro.<br />

Ana Díaz, una estudiante que, como Miguel, llevaba la insignia del puño alzado, hizo la<br />

observación de que eso sólo duele a las mujeres ricas, porque las proletarias no se<br />

quejan ni cuando están pariendo, pero al ver que los pantalones de Alba eran un<br />

charco y que estaba pálida como un moribundo, fue a hablar con Sebastián Gómez.<br />

Éste se declaró incapaz de resolver el problema.<br />

-Esto pasa por meter a las mujeres en cosas de hombres -bromeó.<br />

-¡No! ¡Esto pasa por meter a los burgueses en las cosas del pueblo! -replicó la joven<br />

indignada.<br />

Sebastián Gómez fue hasta el rincón donde Miguel había acomodado a Alba y se<br />

deslizó a su lado con dificultad, debido a las muletas.<br />

-Condesa, tienes que irte a tu <strong>casa</strong>. Aquí no contribuyes en nada, al contrario, eres<br />

una molestia -le dijo.<br />

Alba sintió una oleada de alivio. Estaba demasiado asustada y ésa era una honrosa<br />

salida que le permitiría volver a su <strong>casa</strong> sin que pareciera cobardía. Discutió un poco<br />

con Sebastián Gómez para salvar la cara, pero aceptó casi enseguida que Miguel<br />

saliera con una bandera blanca a parlamentar con los carabineros. Todos lo observaron

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