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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

166<br />

Isabel Allende<br />

gritaba tanto, que se ponía rojo y había que arrojarle la jarra con agua fría a la cara,<br />

para que se le pasara la rabieta y recuperara el ritmo de la respiración.<br />

En esa época, Blanca había llegado al apogeo de su belleza. Tenía un aire morisco,<br />

lánguido y abundante, que invitaba al reposo y a la confidencia. Era alta y opulenta, de<br />

temperamento desvalido y llorón, que despertaba en los hombres el ancestral instinto<br />

de protección. Su padre no le tenía simpatía. No le perdonó sus amores con Pedro<br />

Tercero García y procuraba que ella no olvidara que vivía de su misericordia. Trucha no<br />

podía explicarse que su hija tuviera tantos enamorados, porque Blanca no tenía nada<br />

de la inquietante alegría y la jovialidad que lo atraían en las mujeres y además<br />

pensaba que ningún hombre normal podía tener deseos de <strong>casa</strong>rse con una mujer de<br />

mala salud, dé estado civil incierto y que cargaba con una hija. Por su parte, Blanca no<br />

parecía sorprendida del acecho de los hombres. Estaba consciente de su belleza. Sin<br />

embargo, frente a los caballeros que la visitaban, adoptaba una actitud contradictoria,<br />

alentándolos con el parpadeo de sus ojos musulmanes, pero manteniéndolos a<br />

prudente distancia. Tan pronto veía que las intenciones del otro eran serias, cortaba la<br />

relación con una negativa feroz. Algunos, de mejor posición económica, intentaron<br />

llegar hasta el corazón de Blanca por el camino de seducir a su hija. Colmaban a Alba<br />

de regalos caros, de muñecas dotadas de mecanismos para caminar, llorar, comer y<br />

ejecutar otras destrezas propiamente humanas, la atiborraban de pasteles con crema y<br />

la llevaban de paseo al zoológico, donde la niña lloraba de lástima por las pobres<br />

bestias prisioneras, especialmente la foca, que removía en su alma funestos presagios.<br />

Esas visitas al zoológico de la mano de algún pretendiente orondo y dispendioso, le<br />

dejaron para el resto de la vida el horror al encierro, los muros, las rejas y el<br />

aislamiento. Entre todos los enamorados, el que avanzó más en el camino de<br />

conquistar a Blanca, fue el Rey de las Ollas a Presión. A pesar de su inmensa fortuna y<br />

su carácter apacible y reflexivo, Esteban Trueba lo detestaba porque era circuncidado,<br />

tenía la nariz sefardita y el pelo ensortijado. Con su actitud burlona y hostil, Trueba<br />

consiguió espantar a ese hombre que había sobrevivido en un campo de concentración,<br />

había vencido la miseria y el exilio y había triunfado en la despiadada lucha comercial.<br />

Mientras duró el romance, el Rey de las Ollas a Presión pasaba a recoger a Blanca para<br />

llevarla a cenar a los lugares más exclusivos, en un automóvil minúsculo, de sólo dos<br />

asientos, con ruedas de tractor y un ruido de turbina en sus motores, único en su<br />

especie, que provocaba tumultos de curiosidad a su paso y respingos despectivos de la<br />

familia Trueba. Sin darse por aludida del malestar de su padre ni del fisgoneo de los<br />

vecinos, Blanca montaba al vehículo con la majestad de un primer ministro, vestida<br />

con su único traje sastre negro y su blusa de seda blanca que usaba en todas las<br />

ocasiones especiales. Alba la despedía con un beso y se quedaba parada en la puerta,<br />

con el sutil perfume de jazmines de su madre pegado en las narices y un nudo de<br />

ansiedad cerrándole el pecho. Sólo los entrenamientos de su tío Nicolás le permitían<br />

soportar esas salidas de su madre sin echarse a llorar, pues temía qué cualquier día el<br />

galán de turno lograra convencer a Blanca que se fuera con él y ella se quedaría para<br />

siempre sin madre. Había decidido hacía mucho tiempo que no necesitaba un padre, y<br />

mucho menos un padrastro, pero que si llegaba a faltar su madre iba a hundir la<br />

cabeza en un balde con agua hasta morirse ahogada, tal como hacía la cocinera con<br />

los gatitos que paría la gata cada cuatro meses.<br />

Alba perdió el temor de que su madre la abandonara cuando conoció a Pedro<br />

Tercero y su intuición le advirtió que mientras ese hombre existiera no habría nadie<br />

capaz de ocupar el amor de Blanca. Fue un domingo de verano. Blanca la peinó con<br />

rizos de tirabuzón, fabricados con un fierro caliente que le chamuscó las orejas, le puso<br />

guantes blancos y zapatos de charol negro y un sombrero de pajilla con cerezas

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