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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

162<br />

Isabel Allende<br />

marítimo del cabello. Para complacerlo Alba abandonó en la adolescencia los<br />

subterfugios del Bayrum y se enjuagaba la cabeza con infusión de perejil, lo cual<br />

permitió al verde reaparecer en toda su frondosidad. El resto de su persona era<br />

pequeño y anodino, a diferencia de la mayoría de las mujeres de su familia, que casi<br />

sin excepción, fueron espléndidas.<br />

En los pocos momentos de ocio que tenía Blanca para pensar en sí misma y en su<br />

hija, se lamentaba de que fuera una niña solitaria y silenciosa, sin compañeros de su<br />

edad para jugar. En realidad Alba no se sentía sola, por el contrario, a veces habría<br />

sido muy feliz si hubiera podido eludir la clarividencia de su abuela, la intuición de su<br />

madre y el alboroto de gentes estrafalarias que constantemente aparecían,<br />

desaparecían y reaparecían en la gran <strong>casa</strong> de la esquina. A Blanca también le<br />

preocupaba que su hija no jugara con muñecas, pero Clara apoyaba a su nieta con el<br />

argumento de que esos pequeños cadáveres de loza, con sus ojillos de abre y cierra y<br />

su perversa boca fruncida eran repugnantes. Ella misma fabricaba unos seres informes<br />

con sobras de la lana que empleaba para tejer a los pobres. Eran unas criaturas que no<br />

tenían nada humano y por lo mismo era mucho más fácil acunarlas, mecerlas, bañarlas<br />

y después tirarlas a la basura. El juguete predilecto de la niña era el sótano. A causa<br />

de las ratas, Esteban Trueba ordenó que pusieran una tranca a la puerta, pero Alba se<br />

deslizaba de cabeza por una claraboya y aterrizaba sin ruido en aquel paraíso de los<br />

objetos olvidados. El lugar estaba siempre en penumbra, preservado del uso del<br />

tiempo, como una pirámide sellada. Allí se amontonaban los muebles desechados,<br />

herramientas de utilidad incomprensible, máquinas desvencijadas, pedazos del<br />

Covadonga, el prehistórico automóvil que sus tíos desarmaron para transformar en<br />

vehículo de carrera y terminó sus días convertido en chatarra. Todo le servía a Alba<br />

para construir casitas en los rincones. Había baúles y maletas con ropa antigua, que<br />

usó para montar sus solitarios espectáculos teatrales y un felpudo triste, negro y<br />

apolillado, con cabeza de perro, que puesto en el suelo parecía una lamentable bestia<br />

abierta de patas. Era el último oprobioso vestigio del fiel Barrabás.<br />

Una noche de Navidad, Clara hizo a su nieta un fabuloso regalo que llegó a<br />

reemplazar en ocasiones la fascinante atracción del sótano: una caja con tarros de<br />

pintura, pinceles, una pequeña escalera y la autorización para usar a su antojo la<br />

pared más grande de su habitación.<br />

-Esto le va a servir para desahogarse -dijo Clara cuando vio a Alba equilibrándose<br />

en la escalera para pintar cerca del techo un tren lleno de animales.<br />

A lo largo de los años, Alba fue llenando ésa y las demás murallas de su dormitorio<br />

con un inmenso fresco, donde, en medio de una flora venusiana y una fauna imposible<br />

de bestias inventadas, como las que bordaba Rosa en su mantel y cocinaba Blanca en<br />

su horno de cerámica, aparecieron los deseos, los recuerdos, las tristezas y las alegrías<br />

de su niñez.<br />

Vivían muy cerca de ella sus dos tíos. Jaime era su preferido. Era un hombronazo<br />

peludo que debía afeitarse dos veces al día y aun así, siempre parecía llevar una barba<br />

del martes, tenía cejas negras y malévolas que peinaba hacia arriba para hacer creer a<br />

su sobrina que estaba emparentado con el diablo, y el pelo tieso como un escobillón,<br />

inútilmente engominado y siempre húmedo. Entraba y salía con sus libros debajo del<br />

brazo y un maletín de plomero en la mano. Había dicho a Alba que trabajaba como<br />

ladrón de joyas y que dentro de la horrenda maleta llevaba ganzúas y manoplas. La<br />

niña fingía espantarse, pero sabía que su tío era médico y que el maletín contenía los<br />

instrumentos de su oficio. Habían inventado juegos de ilusión para entretenerse<br />

algunas tardes de lluvia.<br />

-¡Trae al elefante! -ordenaba el tío Jaime.

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