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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
211<br />
Isabel Allende<br />
Sus ideas no eran ningún secreto, las divulgaba a todos los vientos y, no contento<br />
con ello, iba de vez en cuando a tirar maíz a los cadetes de la Escuela Militar y gritarles<br />
que eran unas gallinas. Tuvo que buscarse un par de guardaespaldas que lo vigilaran<br />
de sus propios excesos. A menudo olvidaba que él mismo los había contratado y al<br />
sentirse espiado sufría arrebatos de mal humor, los insultaba, los amenazaba con el<br />
bastón y terminaba generalmente sofocado por la taquicardia. Estaba seguro de que si<br />
alguien se proponía asesinarlo, esos dos imbéciles fornidos no servirían para evitarlo,<br />
pero confiaba en que su presencia al menos podría atemorizar a los insolentes<br />
espontáneos. Intentó también poner vigilancia a su nieta, porque pensaba que se<br />
movía en un antro de comunistas donde en cualquier momento alguien podría faltarle<br />
al respeto por culpa del parentesco con él, pero Alba no quiso oír hablar del asunto.<br />
«Un matón a sueldo es lo mismo que una confesión de culpa. Yo no tengo nada que<br />
temer», alegó. No se atrevió a insistir, porque ya estaba cansado de pelear con todos<br />
los miembros de su familia y, después de todo, su nieta era la única persona en el<br />
mundo con quien compartía su ternura y que lo hacía reír.<br />
Entretanto, Blanca había organizado una cadena de abastecimiento a través del<br />
mercado negro y de sus conexiones en las poblaciones obreras, donde iba a enseñar<br />
cerámica a las mujeres. Pasaba muchas angustias y trabajos para escamotear un saco<br />
de azúcar o una caja de jabón. Llegó a desarrollar una astucia de la que no se sabía<br />
capaz, para almacenar en uno de los cuartos vacíos de la <strong>casa</strong> toda clase de cosas,<br />
algunas francamente inútiles, como dos barriles de salsa de soja que le compró a unos<br />
chinos. Tapió la ventana del cuarto, puso candado a la puerta y andaba con las llaves<br />
en la cintura, sin quitárselas ni para bañarse, porque desconfiaba de todo el mundo,<br />
incluso de Jaime y de su propia hija. No le faltaban razones. «Pareces un carcelero,<br />
mamá», decía Alba, alarmada por esa manía de prevenir el futuro a costa de<br />
amargarse el presente. Alba era de opinión que si no había carne, se comían papas, y<br />
si no había zapatos, se usaban alpargatas, pero Blanca, horrorizada con la simplicidad<br />
de su hija, sostenía la teoría de que, pase lo que pase, no hay que bajar de nivel, con<br />
lo cual justificaba el tiempo gastado en sus argucias de contrabandista. En realidad,<br />
nunca habían vivido mejor desde la muerte de Clara, porque por primera vez había<br />
alguien en la <strong>casa</strong> que se preocupaba de la organización doméstica y disponía lo que<br />
iba a parar en la olla. De Las Tres Marías llegaban regularmente cajones de alimentos<br />
que Blanca escondía. La primera vez se pudrió casi todo y la pestilencia salió de los<br />
cuartos cerrados, ocupó la <strong>casa</strong> y se desparramó por el barrio. Jaime sugirió a su<br />
hermana que donara, cambiara o vendiera los productos perecibles, pero Blanca se<br />
negó a compartir sus tesoros. Alba comprendió entonces que su madre, que hasta<br />
entonces parecía ser la única persona equilibrada de la familia, también tenía sus<br />
locuras. Abrió un boquete en el muro de la despensa, por donde sacaba en la misma<br />
medida en que Blanca almacenaba. Aprendió a hacerlo con tanto cuidado para que no<br />
se notara, robando el azúcar, el arroz y la harina por tazas, rompiendo los quesos y<br />
desparramando las frutas secas para que pareciera obra de los ratones, que Blanca se<br />
demoró más de cuatro meses en sospechar. Entonces hizo un inventario escrito de lo<br />
que tenía en la bodega y marcaba con cruces lo que sacaba para el uso de la <strong>casa</strong>,<br />
convencida que así descubriría al ladrón. Pero Alba aprovechaba el menor descuido de<br />
su madre para hacerle cruces en la lista, de modo que al final Blanca estaba tan<br />
confundida que no sabía si se había equivocado al contabilizar, si en la <strong>casa</strong> comían<br />
tres veces más de lo que ella calculaba o si era cierto que en ese maldito caserón<br />
todavía circulaban almas errantes.<br />
El producto de los hurtos de Alba iba a parar a manos de Miguel, quien lo repartía en<br />
las poblaciones y en las fábricas junto con sus panfletos revolucionarios llamando a la<br />
lucha armada para derrotar a la oligarquía. Pero nadie le hacía caso. Estaban