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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
217<br />
Isabel Allende<br />
recordaban. Se sentaron a la mesa a beber vino y a rememorar el pasado remoto, los<br />
tiempos en que Pedro Tercero no era una leyenda en la memoria de las gentes del<br />
campo, sino tan solo un muchacho rebelde enamorado de la hija del patrón. Después<br />
Pedro Tercero tomó su guitarra, se la acomodó en la pierna, cerró los ojos y comenzó<br />
a cantar con su voz de terciopelo aquello de las gallinas y los zorros, coreado por todos<br />
los viejos.<br />
-Voy a llevarme al patrón, compañeros -dijo suavemente Pedro Tercero en una<br />
pausa.<br />
-Ni lo sueñes, hijo -le replicaron.<br />
-Mañana vendrán los carabineros con una orden judicial y se lo llevarán como a un<br />
héroe. Mejor me lo llevo yo con la cola entre las piernas -dijo Pedro Tercero.<br />
Lo discutieron un buen rato y por último lo condujeron al comedor y lo dejaron solo<br />
con el rehén. Era la primera vez que estaban frente a frente desde el día fatídico en<br />
que Trueba le cobró la virginidad de su hija con un hachazo. Pedro Tercero lo<br />
recordaba como un gigante furibundo. armado con una fusta de cuero de culebra y un<br />
bastón de plata, a cuyo paso temblaban los inquilinos y se alteraba 1a naturaleza con<br />
su vozarrón de trueno y su prepotencia de gran señor. Se sorprendió de que su rencor,<br />
amasado durante tan largo tiempo, se desinflara en presencia de ese anciano<br />
encorvado y empequeñecido que lo miraba asustado. El senador Trueba había agotado<br />
su rabia y la noche que había pasado sentado en una silla con las manos amarradas lo<br />
tenía con dolor en todos los huesos y un cansancio de mil años en la espalda. Al<br />
principio tuvo dificultad en reconocerlo, porque no lo había vuelto a ver desde hacía un<br />
cuarto de siglo, pero al notar que le faltaban tres dedos de la mano derecha,<br />
comprendió que ésa era la culminación de la pesadilla en que se encontraba<br />
sumergido. Se observaron en silencio por largos segundos, pensando los dos que el<br />
otro encarnaba lo más odioso en el mundo, pero sin encontrar el fuego del antiguo<br />
odio en sus corazones.<br />
-Vengo a sacarlo de aquí -dijo Pedro Tercero.<br />
-¿Por qué? -preguntó el viejo.<br />
-Porque Alba me lo pidió -respondió Pedro Tercero.<br />
-Váyase al carajo -balbuceó Trueba sin convicción.<br />
-Bueno, para allá vamos. Usted viene conmigo.<br />
Pedro Tercero procedió a soltarle las ligaduras, que habían vuelto a ponerle en las<br />
muñecas para evitar que diera puñetazos contra la puerta. Trueba desvió los ojos para<br />
no ver la mano mutilada del otro.<br />
-Sáqueme de aquí sin que me vean. No quiero que se enteren los periodistas -dijo el<br />
senador Trueba.<br />
-Voy a sacarlo de aquí por donde mismo entró, por la puerta principal -dijo Pedro<br />
Tercero, y echó a andar.<br />
Trueba lo siguió con la cabeza gacha, tenía los ojos enrojecidos y por primera vez<br />
desde que podía recordar se sentía derrotado. Pasaron por la cocina sin que el viejo<br />
levantara la vista, cruzaron toda la <strong>casa</strong> y recorrieron el camino desde la <strong>casa</strong> patronal<br />
hasta el portón de la entrada, acompañados por un grupo de niños revoltosos que<br />
brincaban a su alrededor y un séquito de campesinos silenciosos que marchaba detrás.<br />
Blanca y Alba estaban sentadas entre los periodistas y los carabineros, comiendo cerdo<br />
asado con los dedos y bebiendo grandes sorbos de vino tinto del gollete de la botella<br />
que circulaba de mano en mano. Al ver al abuelo, Alba se conmovió, porque no lo<br />
había visto tan abatido desde la muerte de Clara. Tragó lo que tenía en la boca y corrió