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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
La hora de la verdad<br />
Capítulo XIV<br />
Isabel Allende<br />
Alba estaba encogida en la oscuridad. Habían quitado de un tirón el papel engomado<br />
de sus ojos y en su lugar colocaron una venda apretada. Tenía miedo. Recordó el<br />
entrenamiento de su tío Nicolás cuando la prevenía contra el peligro de tenerle miedo<br />
al miedo, y se concentró para dominar el temblor de su cuerpo y cerrar los oídos a los<br />
pavorosos ruidos que le llegaban del exterior. Procuró evocar los momentos felices con<br />
Miguel, buscando ayuda para engañar al tiempo y encontrar fuerzas para lo que iba a<br />
pasar, diciéndose que debía soportar unas cuantas horas sin que la traicionaran los<br />
nervios, hasta que su abuelo pudiera mover la pesada maquinaria de su poder y sus<br />
influencias, para sacarla de allí. Buscó en su memoria un paseo con Miguel a la costa,<br />
en otoño, mucho antes que el huracán de los acontecimientos pusiera el mundo patas<br />
arriba, en la época en que todavía las cosas se llamaban por nombres conocidos y las<br />
palabras tenían un significado único, cuando pueblo, libertad y compañero eran sólo<br />
eso, pueblo, libertad y compañero, y no eran todavía contraseñas. Trató de volver a<br />
vivir ese momento, la tierra roja y húmeda, el intenso olor de los bosques de pinos y<br />
eucaliptos, donde el tapiz de hojas secas se maceraba, después del largo y cálido<br />
verano, y donde la luz cobriza del sol se filtraba entre las copas de los árboles. Trató<br />
de recordar el frío, el silencio y esa preciosa sensación de ser los dueños de la tierra,<br />
de tener veinte años y la vida. por delante, de amarse tranquilos, ebrios de olor a<br />
bosque y de amor, sin pasado, sin sospechar el futuro, con la única increíble riqueza de<br />
ese instante presente, en que se miraban, se olían, se besaban, se exploraban,<br />
envueltos en el murmullo del viento entre los árboles y el rumor cercano de las olas<br />
reventando contra las rocas al pie del acantilado, estallando en un fragor de espuma<br />
olorosa, y ellos dos, abrazados dentro del mismo poncho como siameses en un mismo<br />
pellejo, riéndose y jurando que sería para siempre, convencidos de que eran los únicos<br />
en todo el universo en haber descubierto el amor.<br />
Alba oía los gritos, los largos gemidos y la radio a todo volumen. El bosque, Miguel,<br />
el amor, se perdieron en el túnel profundo de su terror y se resignó a enfrentar su<br />
destino sin subterfugios.<br />
Calculó que había transcurrido toda la noche y una buena parte del día siguiente,<br />
cuando se abrió la puerta por primera vez y dos hombres la sacaron de su celda. La<br />
condujeron entre insultos y amenazas a la presencia del coronel García, a quien ella<br />
podía reconocer a ciegas, por el hábito de su maldad, aun antes de oírle la voz. Sintió<br />
sus manos tomándole la cara, sus gruesos dedos en el cuello y las orejas.<br />
Ahora vas a decirme dónde está tu amante -le dijo-. Eso nos evitará muchas<br />
molestias a los dos.<br />
Alba respiró aliviada. ¡Entonces no habían detenido a Miguel!<br />
-Quiero ir al baño -respondió Alba con la voz más firme que pudo articular.<br />
-Veo que no vas a cooperar, Alba. Es una lástima -suspiró García-. Los muchachos<br />
tendrán que cumplir con su deber, yo no puedo impedirlo.<br />
Hubo un breve silencio a su alrededor y ella hizo un esfuerzo desmesurado por<br />
recordar el bosque de pinos y el amor de Miguel, pero se le enredaron las ideas y ya<br />
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