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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

259<br />

Isabel Allende<br />

fuentes cantarinas y otra vez se alzaban arrogantes las estatuas del Olimpo, limpias al<br />

fin de tanta caca de paloma y de tanto olvido. Fuimos juntos a comprar pájaros para<br />

las jaulas que estaban vacías desde que mi abuela, presintiendo su muerte, les abrió<br />

las puertas. Puse flores frescas en los jarrones y fuentes con fruta sobre las mesas,<br />

como en los tiempos de los espíritus, y el aire se impregnó con su aroma. Después nos<br />

tomamos del brazo, mi abuelo y yo, y recorrimos la <strong>casa</strong>, deteniéndonos en cada lugar<br />

para recordar el pasado y saludar a los imperceptibles fantasmas de otras épocas, que<br />

a pesar de tantos altibajos, persisten en sus puestos.<br />

Mi abuelo tuvo la idea de que escribiéramos esta historia.<br />

-Así podrás llevarte las raíces contigo si algún día tienes que irte de aquí, hijita-dijo.<br />

Desenterramos de los rincones secretos y olvidados los viejos álbumes y tengo aquí,<br />

sobre la mesa de mi abuela, un montón de retratos: la bella Rosa junto a un columpio<br />

desteñido, mi madre y Pedro Tercero García a los cuatro años, dando maíz a las<br />

gallinas en el patio de Las Tres Marías, mi abuelo cuando era joven y medía un metro<br />

ochenta, prueba irrefutable de que se cumplió la maldición de Férula y se le fue<br />

achicando el cuerpo en la misma medida en que se le encogió el alma, mis tíos Jaime y<br />

Nicolás, uno taciturno y sombrío, gigantesco y vulnerable, y el otro enjuto y gracioso,<br />

volátil y sonriente, también la Nana y los bisabuelos Del Valle, antes que se mataran<br />

en un accidente, en fin, todos menos el noble Jean de Satigny, de quien no queda<br />

ningún testimonio científico y he llegado a dudar de su existencia.<br />

Empecé a escribir con la ayuda de mi abuelo, cuya memoria permaneció intacta<br />

hasta el Último instante de sus noventa años. De su puño y letra escribió varias<br />

páginas y cuando consideró que lo había dicho todo, se acostó en la cama de Clara. Yo<br />

me senté a su lado a esperar con él y la muerte no tardó en llegarle apaciblemente,<br />

sorprendiéndolo en el sueño. Tal vez soñaba que era su mujer quien le acariciaba la<br />

mano y lo besaba en la frente, porque en los últimos días ella no lo abandonó ni un<br />

instante, lo seguía por la <strong>casa</strong>, lo espiaba por encima del hombro cuando leía en la<br />

biblioteca y se acostaba con él en la noche, con su hermosa cabeza coronada de rizos<br />

apoyada en su hombro. Al principio era un halo misterioso, pero a medida que mi<br />

abuelo fue perdiendo para siempre la rabia que lo atormentó durante toda su<br />

existencia, ella apareció tal como era en sus mejores tiempos, riéndose con todos sus<br />

dientes y alborotando a los espíritus con su vuelo fugaz. También nos ayudó a escribir<br />

y gracias a su presencia, Esteban Trueba pudo morir feliz murmurando su nombre,<br />

Clara, clarísima, clarividente.<br />

En la perrera escribí con el pensamiento que algún día tendría al coronel García<br />

vencido ante mí y podría vengar a todos los que tienen que ser vengados. Pero ahora<br />

dudo de mi odio. En pocas semanas, desde que estoy en esta <strong>casa</strong>, parece haberse<br />

diluido, haber perdido sus nítidos contornos. Sospecho que todo lo ocurrido no es<br />

fortuito, sino que corresponde a un destino dibujado antes de mi nacimiento y Esteban<br />

García es parte de ese dibujo. Es un trazo tosco y torcido, pero ninguna pincelada es<br />

inútil. El día en que mi abuelo volteó entre los matorrales del río a su abuela, Pancha<br />

García, agregó otro eslabón en una cadena de hechos que debían cumplirse. Después<br />

el nieto de la mujer violada repite el gesto con la nieta del violador y dentro de<br />

cuarenta años, tal vez, mi nieto tumbe entre las matas del río a la suya y así, por los<br />

siglos venideros, en una historia inacabable de dolor, de sangre y de amor. En la<br />

perrera tuve la idea de que estaba armando un rompecabezas en el que cada pieza<br />

tiene una ubicación precisa. Antes de colocarlas todas, me parecía incomprensible,<br />

pero estaba segura que si lograba terminarlo, daría un sentido a cada una y el<br />

resultado sería armonioso. Cada pieza tiene una razón de ser tal como es, incluso el<br />

coronel García. En algunos momentos tengo la sensación de que esto ya lo he vivido y

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