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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
128<br />
Isabel Allende<br />
colgó el auricular. En Las Tres Marías, Esteban Trueba, lívido de sorpresa y de rabia,<br />
tomó su bastón y destrozó el teléfono por segunda vez. Nunca se le había ocurrido la<br />
idea de que una hija suya pudiera cometer un desatino tan monstruoso. Sabiendo<br />
quién era el padre, le tomó menos de un segundo arrepentirse de no haberle metido<br />
un balazo en la nuca cuando tuvo la oportunidad. Estaba seguro que el escándalo sería<br />
igual si ella daba a luz un bastardo, que si se <strong>casa</strong>ba con el hijo de un campesino: la<br />
sociedad la condenaría al ostracismo en cualquiera de los dos casos.<br />
Esteban Trucha pasó varias horas rondando por la <strong>casa</strong> a grandes trancos, dando<br />
bastonazos a los muebles y a las paredes, murmurando entre dientes maldiciones y<br />
forjando planes descabellados que iban desde mandar a Blanca a un convento en<br />
Extremadura, hasta matarla a golpes. Finalmente, cuando se calmó un poco, le vino<br />
una idea salvadora a la mente. Hizo ensillar su caballo y se fue al galope hasta el<br />
pueblo.<br />
Encontró a Jean de Satigny, a quien no había vuelto a ver desde la infortunada<br />
noche en que lo despertó para contarle los amoríos de Blanca, sorbiendo jugo de<br />
melón sin azúcar en la única pastelería del pueblo, acompañado del hijo de Indalecio<br />
Aguirrazábal, un fifiriche acicalado que hablaba con voz atiplada y recitaba a Rubén<br />
Darío. Sin ningún respeto, Trucha levantó al conde francés por las solapas de su<br />
impecable chaqueta escocesa y lo sacó de la confitería prácticamente en vilo, ante las<br />
miradas atónitas de los demás clientes, plantándolo en el medio de la acera.<br />
-Usted me ha dado bastantes problemas, joven. Primero lo de sus malditas<br />
chinchillas y después mi hija. Ya me cansé. Vaya a buscar sus pilchas, porque se viene<br />
a la capital conmigo. Se va a <strong>casa</strong>r con Blanca.<br />
No le dio tiempo a reponerse de la sorpresa. Lo acompañó al hotel del pueblo, donde<br />
esperó con la fusta en una mano y el bastón en la otra, mientras Jean de Satigny hacía<br />
sus maletas. Después lo llevó directamente a la estación y lo montó sin miramientos al<br />
tren. Durante el viaje, el conde trató de explicarle que no tenía nada que ver con ese<br />
asunto y que jamás le había puesto ni un dedo encima a Blanca Trueba, que<br />
probablemente el responsable de lo sucedido era el fraile barbudo con quien Blanca se<br />
encontraba en las noches en la orilla del río. Esteban Trueba lo fulminó con su mirada<br />
más feroz. -No sé de lo que está hablando, hijo. Eso usted lo soñó -le dijo.<br />
Trueba procedió a explicarle las cláusulas del contrato matrimonial, lo cual<br />
tranquilizó bastante al francés. La dote de Blanca, su renta mensual y las perspectivas<br />
de heredar una fortuna, la convertían en un buen partido.<br />
-Como ve, éste es mejor negocio que el de las chinchillas -concluyó el futuro suegro<br />
sin prestar atención al lloriqueo nervioso del joven.<br />
Así fue como el sábado llegó Esteban Trueba a la gran <strong>casa</strong> de la esquina, con un<br />
marido para su hija desflorada y un padre para el pequeño bastardo. Iba echando<br />
chispas de rabia. De un manotazo volteó el florero con crisantemos de la entrada, le<br />
dio un bofetón a Nicolás que intentó interceder para explicar la situación y anunció a<br />
gritos que no quería ver a Blanca y que debía quedarse encerrada hasta el día del<br />
matrimonio. Clara no salió a recibirlo. Se quedó en su habitación y no le abrió ni aun<br />
cuando él partió el bastón de plata a golpes contra la puerta.<br />
La <strong>casa</strong> entró en un torbellino de actividad y de peleas. El aire parecía irrespirable y<br />
hasta los pájaros se callaron en sus jaulas. Los sirvientes corrían bajo las órdenes de<br />
ese patrón ansioso y brusco que no admitía demoras para hacer cumplir sus deseos.<br />
Clara continuó haciendo la misma vida, ignorando a su marido y negándose a dirigirle<br />
la palabra. El novio, prácticamente prisionero de su futuro suegro, fue acomodado en<br />
uno de los numerosos cuartos de huéspedes, donde pasaba el día dándose vueltas sin