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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
130<br />
Isabel Allende<br />
de los invitados. Clara lo hizo de mala gana, pero, por cariño a su hija, se puso los<br />
dientes y procuró sonreír a todos los presentes.<br />
Jaime llegó al final de la fiesta, porque se quedó trabajando en el hospital de pobres<br />
donde empezaban sus primeras prácticas como estudiante de medicina. Nicolás llegó<br />
acompañado por la bella Amanda, quien acababa de descubrir a Sartre y había<br />
adoptado el aire fatal de las existencialistas europeas, toda de negro, pálida, con los<br />
ojos moros pintados con khol, el pelo oscuro suelto hasta la cintura y una sonajera de<br />
collares, pulseras y zarcillos que provocaban conmoción a su paso. Por su parte,<br />
Nicolás estaba vestido de blanco, como un enfermero, con amuletos colgando al cuello.<br />
Su padre le salió al encuentro, lo tomó de un brazo y lo introdujo a viva fuerza en un<br />
baño, donde procedió a arrancar los talismanes sin contemplaciones.<br />
-¡Vaya a su cuarto y póngase una corbata decente! ¡Vuelva a la fiesta y pórtese<br />
como un caballero! No se le ocurra ponerse a predicar alguna religión hereje entre los<br />
invitados ¡y diga a esa bruja que lo acompaña que se cierre el escote! -ordenó Esteban<br />
a su hijo.<br />
Nicolás obedeció de pésimo humor. En principio era abstemio, pero de la rabia se<br />
tomó unas copas, perdió la cabeza y se lanzó vestido a la fuente del jardín, de donde<br />
tuvieron que rescatarlo con la dignidad empapada.<br />
Blanca pasó toda la noche sentada en una silla observando la torta con expresión<br />
alelada y llorando, mientras su flamante esposo revoloteaba entre los comensales<br />
explicando la ausencia de su suegra con un ataque de asma y el llanto de su novia con<br />
la emoción de la boda. Nadie le creyó. Jean de Satigny le daba a Blanca besitos en el<br />
cuello, le tomaba la mano y procuraba consolarla con sorbos de champán y langostinos<br />
elegidos amorosamente y servidos de su propia mano, pero todo fue inútil, ella seguía<br />
llorando. A pesar de todo, la fiesta fue un acontecimiento, tal como había planeado<br />
Esteban Trueba. Comieron y bebieron opíparamente y vieron el amanecer bailando al<br />
son de la orquesta, mientras en el centro de la ciudad los grupos de cesantes se<br />
calentaban en pequeñas fogatas hechas con periódicos, pandillas de jóvenes con<br />
camisas pardas desfilaban saludando con el brazo en alto, como habían visto en las<br />
películas sobre Alemania, y en las <strong>casa</strong>s de los partidos políticos se daban los últimos<br />
toques a la campaña electoral.<br />
-Van a ganar los socialistas -había dicho Jaime, que de tanto convivir con el<br />
proletariado en el hospital de pobres, andaba alucinado.<br />
-No, hijo, van a ganar los de siempre -había replicado Clara, que lo vio en las<br />
barajas y se lo confirmó su sentido común.<br />
Después de la fiesta, Esteban Trueba se llevó a su yerno a la biblioteca y le extendió<br />
un cheque. Era su regalo de boda. Había arreglado todo para que la pareja se fuera al<br />
Norte, donde Jean de Satigny pensaba instalarse cómodamente a vivir de las rentas de<br />
su mujer, lejos del comentario de la gente observadora que no dejaría de reparar en<br />
su vientre prematuro. Tenía en mente un negocio de cántaros diaguitas y de momias<br />
indígenas.<br />
Antes que los recién <strong>casa</strong>dos abandonaran la fiesta, fueron a despedirse de su<br />
madre. Clara llevó aparte a Blanca, que no había parado de llorar, y le habló en<br />
secreto.<br />
-Deja de llorar, hijita. Tantas lágrimas le harán daño a la criatura y tal vez no sirva<br />
para ser feliz -dijo Clara.<br />
Blanca respondió con otro sollozo.<br />
-Pedro Tercero García está vivo, hija -agregó Clara.