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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
230<br />
Isabel Allende<br />
como hicieron los demás, sino que aumentó la mensualidad a Blanca y dijo que<br />
tuvieran siempre algo de comida caliente para darles.<br />
-Ésta es una situación temporal -aseguró-. Apenas los militares ordenen el caos en<br />
que el marxismo dejó al país, este problema será resuelto.<br />
Los periódicos dijeron que los mendigos en las calles, que no se veían desde hacía<br />
tantos años, eran enviados por el comunismo internacional para desprestigiar a la<br />
junta Militar y sabotear el orden y el progreso. Pusieron panderetas para tapar las<br />
poblaciones marginales, ocultándolas a los ojos del turismo y de los que no querían<br />
ver. En una noche surgieron por encantamiento jardines recortados y macizos de flores<br />
en las avenidas, plantados por los cesantes para crear la fantasía de una pacífica<br />
primavera. Pintaron de blanco borrando los murales de palomas panfletarias y<br />
retirando para siempre de la vista los carteles políticos. Cualquier intento de escribir<br />
mensajes políticos en la vía pública era penado con una ráfaga de ametralladora en el<br />
sitio. Las calles limpias, ordenadas y silenciosas, se abrieron al comercio. Al poco<br />
tiempo desaparecieron los niños mendigos y Alba notó que tampoco había perros<br />
vagabundos ni tarros de basura. El mercado negro terminó en el mismo instante en<br />
que bombardearon el Palacio Presidencial, porque los especuladores fueron<br />
amenazados con ley marcial y fusilamiento. En las tiendas comenzaron a venderse<br />
cosas que no se conocían ni de nombre, y otras que antes sólo conseguían los ricos<br />
mediante el contrabando. Nunca había estado más hermosa la ciudad. Nunca la alta<br />
burguesía había sido más feliz: podía comprar whisky a destajo y automóviles a<br />
crédito.<br />
En la euforia patriótica de los primeros días, las mujeres regalaban sus joyas en los<br />
cuarteles, para la reconstrucción nacional, hasta sus alianzas matrimoniales, que eran<br />
reemplazadas por anillos de cobre con el emblema de la patria. Blanca tuvo que<br />
esconder el calcetín de lana con las joyas que Clara le había legado, para que el<br />
senador Trueba no las entregara a las autoridades. Vieron nacer una nueva y soberbia<br />
clase social. Señoras muy principales, vestidas con ropas de otros lugares, exóticas y<br />
brillantes como luciérnagas de noche, se pavoneaban en los centros de diversión del<br />
brazo de los nuevos y soberbios economistas. Surgió una casta de militares que ocupó<br />
rápidamente los puestos clave. Las familias que antes habían considerado una<br />
desgracia tener a un militar entre sus miembros, se peleaban las influencias para<br />
meter a los hijos en las academias de guerra y ofrecían sus hijas a los soldados. El país<br />
se llenó de uniformados, de máquinas bélicas, de banderas, himnos y desfiles, porque<br />
los militares conocían la necesidad del pueblo de tener sus propios símbolos y ritos. El<br />
senador Trueba; que por principio detestaba esas cosas, comprendió lo que habían<br />
querido decir sus amigos del Club, cuando aseguraban que el marxismo no tenía ni la<br />
menor oportunidad en América Latina, porque no contemplaba el lado mágico de las<br />
cosas. «Pan, circo y algo que venerar, es todo lo que necesitan», concluyó el senador,<br />
lamentando en su fuero interno que faltara el pan.<br />
Se orquestó una campaña destinada a borrar de la faz de la tierra el buen nombre<br />
del expresidente, con la esperanza de que el pueblo dejara de llorarlo. Abrieron su<br />
<strong>casa</strong> e invitaron al público a visitar lo que llamaron «el palacio del dictador». Se podía<br />
mirar dentro de sus armarios y asombrarse del número y la calidad de sus chaquetas<br />
de gamuza, registrar sus cajones, hurgar en su despensa, para ver el ron cubano y el<br />
saco de azúcar que guardaba. Circularon fotografías burdamente trucadas que lo<br />
mostraban vestido de Baco, con una guirnalda de uvas en la cabeza, retozando con<br />
matronas opulentas y con atletas de su mismo sexo, en una orgía perpetua que nadie,<br />
ni el mismo senador Trueba, creyó que fueran auténticas. «Esto es demasiado, se les<br />
está pasando la mano», masculló cuando se enteró.