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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

156<br />

Isabel Allende<br />

dorado suspendido del techo, donde colgaba un muñeco desarticulado de proporciones<br />

humanas, vio en un rincón una llama embalsamada, sobre las mesas botellas de<br />

licores ambarinos y en el suelo pieles de animales exóticos. Pero lo que más la<br />

sorprendió fueron las fotografías. Al verlas se detuvo estupefacta. Las paredes del<br />

estudio de Jean Satigny estaban cubiertas de acongojantes escenas eróticas que<br />

revelaban la oculta naturaleza de su marido.<br />

Blanca era de reacciones lentas y tardó un buen rato en asimilar lo que estaba<br />

viendo, porque carecía de experiencia en esos asuntos. Conocía el placer como una<br />

última y preciosa etapa en el largo camino que había recorrido con Pedro Tercero, por<br />

donde había transitado sin prisa, con buen humor, en el marco de los bosques, los<br />

trigales, el río, bajo un inmenso cielo, en el silencio del campo. No alcanzó a tener las<br />

inquietudes propias de la adolescencia. Mientras sus compañeras en el colegio leían á<br />

escondidas novelas prohibidas con imaginarios galanes apasionados y vírgenes<br />

ansiosas por dejar de serlo, ella se sentaba a la sombra de los ciruelos en el patio de<br />

las monjas, cerraba los ojos y evocaba con total precisión la magnífica realidad de<br />

Pedro Tercero García encerrándola en sus brazos, recorriéndola con sus caricias y<br />

arrancándole de lo más profundo los mismos acordes que podía sacar a la guitarra.<br />

Sus instintos se vieron satisfechos tan pronto despertaron y no se le había ocurrido<br />

que la pasión pudiera tener otras formas. Esas escenas desordenadas y tormentosas<br />

eran una verdad mil veces más desconcertante que las momias escandalosas que<br />

había esperado encontrar.<br />

Reconoció los rostros de los sirvientes de la <strong>casa</strong>. Allí estaba toda la corte de los<br />

incas, desnuda como Dios la puso en el mundo, o mal cubierta por teatrales ropajes.<br />

Vio el insondable abismo entre los muslos de la cocinera, a la llama embalsamada<br />

cabalgando sobre la mucama coja y al indio impertérrito que le servía la mesa, en<br />

cueros como un recién nacido, lampiño y paticorto, con su inconmovible rostro de<br />

piedra y su desproporcionado pene en erección.<br />

Por un interminable instante, Blanca se quedó suspendida en su propia<br />

incertidumbre, hasta que la venció el horror. Procuró pensar con lucidez. Entendió lo<br />

que Jean de Satigny había querido decir la noche de bodas, cuando le explicó que no<br />

se sentía inclinado por la vida matrimonial. Vislumbró también el siniestro poder del<br />

indio, la burla solapada de los sirvientes y se sintió prisionera en la antesala del<br />

infierno. En ese momento la niña se movió en su interior y ella se estremeció, como si<br />

hubiera sonado una campana de alerta.<br />

-¡Mi hija! ¡Debo sacarla de aquí! -exclamó abrazándose el vientre.<br />

Salió corriendo del laboratorio, cruzó toda la <strong>casa</strong> como una exhalación y llegó a la<br />

calle, donde el calor de plomo y la despiadada luz del mediodía le devolvieron el<br />

sentido de la realidad. Comprendió que no podría llegar muy lejos a pie con su barriga<br />

de nueve meses. Regresó a su habitación, tomó todo el dinero que pudo encontrar,<br />

hizo un atadito con algunas ropas del suntuoso ajuar que había preparado y se dirigió<br />

a la estación.<br />

Sentada en un tosco banco de madera en el andén, con su bulto en el regazo y los<br />

ojos espantados, Blanca esperó durante horas la llegada del tren, rezando entre<br />

dientes para que el conde, al volver a la <strong>casa</strong> y ver el destrozo en la puerta del<br />

laboratorio, no la buscara hasta dar con ella y obligarla a entrar en el maléfico reino de<br />

los incas, para que se apresurara el ferrocarril y por una vez cumpliera su horario, para<br />

que pudiera llegar a la <strong>casa</strong> de sus padres antes que la criatura que le estrujaba las<br />

entrañas y le pateaba las costillas anunciara su venida al mundo, para que le<br />

alcanzaran las fuerzas para ese viaje de dos días sin descanso y para que su deseo de

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