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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
219<br />
Isabel Allende<br />
más, que seguían ejerciendo a pesar de la orden del Colegio Médico de no trabajar<br />
para sabotear al gobierno. Era una tarea hercúlea. Los pasillos se atochaban de<br />
pacientes que esperaban durante días para ser atendidos, como un gimiente rebaño.<br />
Los enfermeros no daban abasto. Jaime se quedaba dormido con el bisturí en la mano,<br />
tan ocupado que a menudo olvidaba comer. Adelgazó y andaba muy demacrado. Hacía<br />
turnos de dieciocho horas y cuando se echaba en su camastro no podía conciliar el<br />
sueño, pensando en los enfermos que estaban aguardando y en que no había<br />
anestesias, ni jeringas, ni algodón, y aunque él se multiplicara por mil, todavía no sería<br />
suficiente, porque aquello era como tratar de detener un tren con la mano. También<br />
Amanda trabajaba en el hospital como voluntaria, para estar cerca de Jaime y<br />
mantenerse ocupada. En esas agotadoras jornadas cuidando enfermos desconocidos<br />
recuperó la luz que la iluminaba por dentro en su juventud y, por un tiempo, tuvo la<br />
ilusión de ser feliz. Usaba un delantal azul y zapatillas de goma, pero a Jaime le<br />
parecía que cuando andaba cerca tintineaban sus abalorios de antaño. Se sentía<br />
acompañado y hubiera deseado amarla. El Presidente aparecía en la televisión casi<br />
todas las noches para denunciar la guerra sin cuartel de la oposición. Estaba muy<br />
cansado y a menudo se le quebraba la voz. Dijeron que estaba borracho y que pasaba<br />
las noches en una orgía de mulatas traídas por vía aérea desde el trópico para calentar<br />
sus huesos. Advirtió que los camioneros en huelga recibían cincuenta dólares diarios<br />
del extranjero para mantener el país parado. Respondieron que le enviaban helados de<br />
coco y armas soviéticas en las valijas diplomáticas. Dijo que sus enemigos conspiraban<br />
con los militares para hacer un golpe de Estado, porque preferían ver la democracia<br />
muerta, antes que gobernada por él. Lo acusaron de inventar patrañas de paranoico y<br />
de robarse las obras del Museo Nacional para ponerlas en el cuarto de su querida.<br />
Previno que la derecha estaba armada y decidida a vender la patria al imperialismo y<br />
le contestaron que tenía su despensa llena de pechugas de ave mientras el pueblo<br />
hacía cola para el cogote y las alas del mismo pájaro.<br />
El día que Luisa Mora tocó el timbre de la gran <strong>casa</strong> de la esquina, el senador<br />
Trueba estaba en la biblioteca sacando cuentas. Ella era la última de las hermanas<br />
Mora que todavía quedaba en este mundo, reducida al tamaño de un ángel errante y<br />
totalmente lúcido, en plena posesión de su inquebrantable energía espiritual. Trueba<br />
no la veía desde la muerte de Clara, pero la reconoció por 1a voz, que seguía sonando<br />
como una flauta encantada y por el perfume de violetas silvestres que el tiempo había<br />
suavizado, pero que aún era perceptible a la distancia. Al entrar a la habitación trajo<br />
consigo la presencia alada de Clara, que quedó flotando en el aire ante los ojos<br />
enamorados de su marido, quien no la veía desde hacía varios días.<br />
-Vengo a anunciarle desgracias, Esteban -dijo Luisa Mora después de acomodarse<br />
en el sillón.<br />
-¡Ay, querida Luisa! De eso ya he tenido suficiente... -suspiró él.<br />
Luisa contó lo que había descubierto en los planetas. Tuvo que explicar el método<br />
científico que había usado, para vencer la pragmática resistencia del senador. Dijo que<br />
había pasado los últimos diez meses estudiando la carta astral de cada persona<br />
importante en el gobierno y en la oposición, incluyendo al mismo Trueba. La<br />
comparación de las cartas reflejaba que en ese preciso momento histórico ocurrirían<br />
inevitables hechos de sangre, dolor y muerte.<br />
-No tengo la menor duda, Esteban -concluyó-. Se avecinan tiempos atroces. Habrá<br />
tantos muertos que no se podrán contar. Usted estará en el bando de los ganadores,<br />
pero el triunfo no le traerá más que sufrimiento y soledad.<br />
Esteban Trueba se sintió incómodo ante esa pitonisa insólita que trastornaba la paz<br />
de su biblioteca v alborotaba su hígado con desvaríos astrológicos, pero no tuvo valor