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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
228<br />
Isabel Allende<br />
Alba tuvo muy poco tiempo para lamentar la muerte de su tío Jaime, porque las<br />
urgencias de los necesitados la absorbieron de inmediato, de modo que tuvo que<br />
almacenar su dolor para sufrirlo más tarde. No volvió a ver a Miguel hasta dos meses<br />
después del Golpe Militar y llegó a pensar que también estaba muerto. No lo buscó, sin<br />
embargo, porque en ese sentido tenía instrucciones muy precisas de él y además oyó<br />
que lo llamaban por las listas de los que debían presentarse ante las autoridades. Eso<br />
le dio esperanza. «Mientras lo busquen, está con vida», dedujo. Se atormentaba con la<br />
idea que podían agarrarlo vivo e invocaba a su abuela para pedirle que eso no<br />
ocurriera. «Prefiero mil veces verlo muerto, abuela», suplicaba. Ella sabía lo que<br />
estaba pasando en el país, por eso andaba día y noche con el estómago oprimido, le<br />
temblaban las manos, y cuando se enteraba de la suerte de algún prisionero, se cubría<br />
de ronchas desde los pies hasta la cabeza, como un apestado. Pero no podía hablar de<br />
eso con nadie, ni siquiera con su abuelo, porque la gente prefería no saberlo.<br />
Después de aquel martes terrible, el mundo cambió en forma brutal para Alba. Tuvo<br />
que acomodar los sentidos para seguir viviendo. Debió acostumbrarse a la idea de que<br />
no volvería a ver a los que más había amado, a su tío Jaime, a Miguel y a muchos<br />
otros. Culpaba a su abuelo por lo que había pasado, pero luego, al verlo encogido en<br />
su poltrona, llamando a Clara y a su hijo en un murmullo interminable, le volvía todo el<br />
amor por el viejo y corría a abrazarlo, a pasarle los dedos por la melena blanca, a<br />
consolarlo. Alba sentía que las cosas eran de vidrio, frágiles como suspiros, y que la<br />
metralla y las bombas de aquel martes inolvidable, destrozaron una buena parte de lo<br />
conocido, y el resto quedó hecho trizas y salpicado de sangre. Con el transcurso de los<br />
días, las semanas y los meses, lo que al principio parecía haberse preservado de la<br />
destrucción, también comenzó a mostrar señales del deterioro. Notó que los amigos y<br />
parientes la eludían, que algunos cruzaban la calle para no saludarla o volvían la cara<br />
cuando se aproximaba. Pensó que se había corrido la voz de que ayudaba a los<br />
perseguidos.<br />
Así era. Desde los primeros días la mayor urgencia fue asilar a los que corrían<br />
peligro de muerte. Al principio a Alba le pareció una ocupación casi divertida, que<br />
permitía mantener la mente en otras cosas y no pensar en Miguel, pero pronto se dio<br />
cuenta que no era un juego. Los bandos advirtieron a los ciudadanos que debían<br />
delatar a los marxistas y entregar a los fugitivos, o bien serían considerados traidores<br />
a la patria y juzgados como tales. Alba recuperó milagrosamente el automóvil de<br />
Jaime, que se salvó del bombardeo y estuvo una semana estacionado en la misma<br />
plaza donde él lo dejó, hasta que Alba se enteró y lo fue a buscar. Le pintó dos<br />
grandes girasoles en las puertas, de un amarillo impactante, para que se distinguiera<br />
de otros coches y facilitara así su nueva tarea. Tuvo que memorizar la ubicación de<br />
todas las embajadas, los turnos de los carabineros que las vigilaban, la altura de sus<br />
muros, el ancho de sus puertas. El aviso de que había alguno a -quien asilar le llegaba<br />
sorpresivamente, a menudo a través de un desconocido que la abordaba en la calle y<br />
que suponía que era enviado por Miguel. Iba al lugar de la cita a plena luz del día y<br />
cuando veía a alguien haciendo señas, advertido por las flores amarillas pintadas en su<br />
automóvil, se detenía brevemente para que subiera a toda prisa. Por el camino no<br />
hablaban, porque ella prefería no saber ni su nombre. A veces tenía que pasar todo el<br />
día con él, incluso esconderlo por una o dos noches, antes de encontrar el momento<br />
adecuado para introducirlo en una embajada asequible, saltando un muro a espaldas<br />
de los guardias. Ese sistema resultaba más expedito que los trámites con timoratos<br />
embajadores de las democracias extranjeras. Nunca más volvía a saber del asilado,<br />
pero guardaba para siempre su agradecimiento tembloroso y, cuando todo terminaba,<br />
respiraba aliviada porque por esa vez se había salvado. En ocasiones tuvo que hacerlo<br />
con mujeres que no querían desprenderse de sus hijos y, a pesar de que Alba les