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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
Isabel Allende<br />
probablemente tuvo que embrujarlos para que no se notara su miseria en la <strong>casa</strong> de<br />
los Trueba y él, en completa inconsciencia, no la había ayudado. Recordó los cuentos<br />
de su padre, cuando le hablaba de su infancia pobre y de que a su edad trabajaba para<br />
mantener a su madre y a su hermana, y por primera vez pudo encajar esas anécdotas<br />
didácticas con una realidad. Pensó que así era la vida de Amanda.<br />
Compartieron una taza de té sentados sobre la cama, porque había una sola silla.<br />
Amanda le contó de su pasado, de su familia, de un padre alcohólico que era profesor<br />
en una provincia del Norte, de una madre agobiada y triste que trabajaba para<br />
mantener a seis hijos y de cómo ella, apenas pudo valerse por sí misma, se fue de la<br />
<strong>casa</strong>. Había llegado a la capital de quince años, a <strong>casa</strong> de una madrina bondadosa que<br />
la ayudó por un tiempo. Después, cuando su madre murió, fue a enterrarla y a buscar<br />
a Miguel, que era todavía una criatura en pañales. Desde entonces le había servido de<br />
madre. Del padre y del resto de sus hermanos no había vuelto a saber. Nicolás sentía<br />
crecer en su interior el deseo de protegerla y cuidarla, de compensarle todas las<br />
carencias. Nunca la había amado más.<br />
Al anochecer vieron llegar a Miguel con las mejillas arreboladas, retorciéndose<br />
sigiloso y divertido para ocultar el regalo que traía escondido en la espalda. Era una<br />
bolsa de pan para su hermana. Se la puso sobre la cama, la besó amorosamente, le<br />
alisó el pelo con su manita enana, le acomodó las almohadas. Nicolás se estremeció,<br />
porque en los gestos del niño había más solicitud y ternura que en todas las caricias<br />
que él había prodigado en su vida a cualquier mujer. Entonces comprendió lo que<br />
Amanda había querido decirle. «Tengo mucho que aprender», murmuró. Apoyó la<br />
frente en el cristal grasiento de la ventana, preguntándose si alguna vez sería capaz de<br />
dar en la misma medida en que esperaba recibir.<br />
-¿Cómo lo haremos? -preguntó sin atreverse a decir la palabra terrible.<br />
-Pídele ayuda a tu hermano Jaime -sugirió Amanda.<br />
Jaime recibió a su hermano en su túnel de libros, recostado en el camastro de<br />
conscripto, iluminado por la luz del único bombillo que colgaba del techo. Estaba<br />
leyendo los sonetos de amor del Poeta, que para entonces ya tenía renombre mundial,<br />
tal como lo pronosticara Clara la primera vez que lo oyó recitar con su voz telúrica, en<br />
su velada literaria. Especulaba que los sonetos tal vez habían sido inspirados por la<br />
presencia de Amanda en el jardín de los Trueba, donde el Poeta solía sentarse a la<br />
hora del té, a hablar sobre canciones desesperadas, en la época en que era un<br />
huésped tenaz de la gran <strong>casa</strong> de la esquina. Le sorprendió la visita de su hermano<br />
porque, desde que habían salido del colegio, cada día se distanciaban más. En los<br />
últimos tiempos no tenían nada que hablar y se saludaban con una inclinación de<br />
cabeza las raras veces que se tropezaban en el umbral de la puerta. Jaime había<br />
desistido de su idea de atraer a Nicolás a las cosas trascendentales de la existencia.<br />
Aún sentía que sus frívolas diversiones eran un insulto personal, pues no podía<br />
aceptar que gastara tiempo y energía en viajes en globo y masacres de pollos,<br />
habiendo tanto trabajo por hacer en el Barrio de la Misericordia. Pero ya no intentaba<br />
arrastrarlo al hospital, para que viera el sufrimiento de cerca, en la esperanza de que<br />
la miseria ajena lograra conmover su corazón de pájaro transeúnte y dejó de invitarlo<br />
a las reuniones con los socialistas en la <strong>casa</strong> de Pedro Tercero García, en la última calle<br />
de la población obrera, donde se reunían, vigilados por la policía, todos los jueves.<br />
Nicolás se burlaba de sus inquietudes sociales, alegando que sólo un tonto con<br />
vocación de apóstol podía salir por el mundo a buscar la desgracia y la fealdad con un<br />
cabo de vela. Ahora, Jaime tenía a su hermano al frente, mirándolo con la expresión<br />
culpable y suplicante que había empleado tantas veces para remover su afecto.<br />
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