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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

Isabel Allende<br />

convencidos de que si habían llegado al poder por la vía legal y democrática, nadie se<br />

lo podía quitar, al menos hasta unas próximas elecciones presidenciales.<br />

-¡Son unos imbéciles, no se dan cuenta de que la derecha se está armando! -dijo<br />

Miguel a Alba.<br />

Alba le creyó. Había visto descargan en medio de la noche grandes cajas de madera<br />

en el patio de su <strong>casa</strong>, y luego, con gran sigilo, el cargamento fue almacenado, bajo<br />

las órdenes de Trueba, en otro de los cuartos vacíos. Su abuelo, igual que su madre, le<br />

puso un candado a la puerta y andaba con la llave al cuello en la misma bolsita de<br />

gamuza donde llevaba siempre los dientes de Clara. Alba se lo contó a su tío Jaime,<br />

que después de acordar una tregua con su padre, había vuelto a la <strong>casa</strong>. «Estoy casi<br />

segura de que son armas», le comentó. Jaime, que en esa época estaba en la luna y lo<br />

siguió estando hasta el día en que lo mataron, no pudo creerlo, pero su sobrina insistió<br />

tanto, que aceptó hablar con su padre a la hora de la comida. Las dudas que tenían se<br />

les disiparon con la respuesta del viejo.<br />

-¡En mi <strong>casa</strong> hago lo que me da la gana y traigo cuantas cajas se me antojen! ¡No<br />

vuelvan a meter las narices en mis asuntos! -rugió el senador Trueba dando un<br />

puñetazo a la mesa que hizo bailar la cristalería y cortó en seco la conversación.<br />

Esa noche Alba fue a ver a su tío en el túnel de libros y le propuso usar con las<br />

armas del abuelo el mismo sistema que ella empleaba con las vituallas de su madre.<br />

Así lo hicieron. Pasaron el resto de la noche abriendo un agujero en la pared del cuarto<br />

contiguo al arsenal, que disimularon por un lado con un armario y por el otro con las<br />

mismas cajas prohibidas. Por allí pudieron meterse al cuarto cerrado por el abuelo,<br />

provistos de un martillo y un alicate. Alba, que ya tenía experiencia en ese oficio,<br />

señaló las cajas de más abajo para abrirlas. Encontraron un armamento de batalla que<br />

los dejó boquiabiertos, porque no sabían que existieran instrumentos tan perfectos<br />

para matar. En los días siguientes robaron todo lo que pudieron, dejando las cajas<br />

vacías debajo de las otras y rellenándolas con piedras para que no se notara al<br />

levantarlas. Entre los dos sacaron pistolas de combate, metralletas cortas, rifles y<br />

granadas de mano, que escondieron en el túnel de Jaime hasta que Alba pudo llevarlas<br />

en la caja de su violoncelo a lugar seguro. El senador Trueba veía pasar a su nieta<br />

arrastrando la pesada caja, sin sospechar que en el interior forrado en paño rodaban<br />

las balas que tanto le habían costado pasar por la frontera y esconder en su <strong>casa</strong>. Alba<br />

tuvo la idea de entregar las armas confiscadas a Miguel, pero su tío Jaime la convenció<br />

de que Miguel no era menos terrorista que el abuelo y que era mejor disponer de ellas<br />

de modo que no pudieran hacerle mal a nadie. Discutieron varías alternativas, desde<br />

arrojarlas al río hasta quemarlas en una pira, y finalmente decidieron que era más<br />

práctico enterrarlas en bolsas de plástico en algún lugar seguro y secreto, por si alguna<br />

vez podían servir para una causa más justa. El senador Trueba se extrañó de ver a su<br />

hijo y a su nieta planeando una excursión a la montaña, porque ni Jaime ni Alba<br />

habían vuelto a practicar deporte alguno desde los tiempos del colegio inglés y nunca<br />

habían manifestado inclinación por las incomodidades del andinismo. Un sábado por la<br />

mañana partieron en un jeep prestado, provistos de tina carpa, un canasto con<br />

provisiones y una misteriosa maleta que tuvieron que cargar- entre los dos porque<br />

pesaba como un muerto. Adentro iban los armamentos de guerra que habían robado al<br />

abuelo. Se fueron entusiasmados rumbo a la montaña hasta donde pudieron llegar por<br />

el camino y después avanzaron a campo traviesa, buscando un sitio tranquilo en medio<br />

de la vegetación torturada por el viento y el frío. Allí pusieron sus bártulos y levantaron<br />

sin ninguna pericia la pequeña carpa, cavaron los hoyos y enterraron las bolsas,<br />

marcando cada lugar con un montículo de piedras. El resto del fin de semana lo<br />

emplearon en pescar truchas en el río y asarlas en un fuego de espino, andar por los<br />

cerros como niños exploradores y contarse el pasado. En la noche calentaron vino tinto<br />

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