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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
145<br />
Isabel Allende<br />
sonajera de abalorios, y, tal como siempre lo había sospechado, en su cuerpo delgado<br />
los huesos eran apenas una sugerencia entre las pequeñas colinas y los lisos valles de<br />
su feminidad. Sin su melena escandalosa y sus ojos de esfinge, parecía de quince<br />
años. Su vulnerabilidad pareció a Jaime más deseable que todo lo que en ella antes lo<br />
había seducido. Se sentía dos veces más grande y pesado que ella y mil veces más<br />
fuerte, pero se sabía derrotado de antemano por la ternura y las ansias de protegerla.<br />
Maldijo su invencible sentimentalismo y trató de verla como la amante de su hermano<br />
a quien acababa de practicar un aborto, pero de inmediato comprendió que era un<br />
intento inútil y se abandonó al placer y al sufrimiento de amarla. Acarició sus manos<br />
transparentes, sus finos dedos, la caracola de sus orejas, recorrió su cuello oyendo el<br />
rumor imperceptible de la vida en sus venas. Acercó la boca a sus labios y aspiró con<br />
avidez el olor de la anestesia, pero no se atrevió a tocarlos.<br />
Amanda regresó del sueño lentamente. Sintió primero el frío y luego la sacudieron<br />
las arcadas. Jaime la consoló hablándole en el mismo lenguaje secreto que reservaba<br />
para los animales y para los niños más pequeños del hospital de pobres, hasta que se<br />
fue calmando. Ella comenzó 1 llorar y él siguió acariciándola. Se quedaron en silencio,<br />
ella oscilando entre la modorra, las náuseas, la angustia y el dolor que empezaba a<br />
atenazar su vientre, y él deseando que esa noche no terminara nunca.<br />
-¿Crees que podré tener hijos? -preguntó ella por último.<br />
-Supongo que sí -respondió él-. Pero búscales un padre responsable.<br />
Los dos sonrieron aliviados. Amanda buscó en el rostro moreno de Jaime, inclinado<br />
tan cerca del suyo, alguna semejanza con el de Nicolás, pero no pudo encontrarla. Por<br />
primera vez en su existencia de nómade se sintió protegida y segura, suspiró contenta<br />
y olvidó la sordidez que la rodeaba, las paredes descascaradas, los fríos armarios<br />
metálicos, los pavorosos instrumentos, el olor a desinfectante y también ese ronco<br />
dolor que se había instalado en sus entrañas.<br />
-Por favor, acuéstate a mi lado y abrázame -dijo.<br />
Él se tendió tímidamente en la angosta cama rodeándola con sus brazos. Procuraba<br />
mantenerse quieto para no molestarla y no caerse. Tenía la ternura torpe de quien<br />
nunca ha sido amado y debe improvisar. Amanda cerró los ojos y sonrió. Estuvieron<br />
así, respirando juntos en completa calma, como dos hermanos, hasta que comenzó a<br />
aclarar y la luz de la ventana fue más fuerte que la de la lámpara. Entonces Jaime la<br />
ayudó a ponerse en pie, le colocó el abrigo y la llevó del brazo hasta la antesala donde<br />
Nicolás se había quedado dormido en una silla.<br />
-¡Despierta! Vamos a llevarla a <strong>casa</strong>, para que la cuide mi madre. Es mejor no<br />
dejarla sola por unos días -dijo Jaime.<br />
-Sabía que podíamos contar contigo, hermano -agradeció Nicolás, emocionado.<br />
-No lo hice por ti, desgraciado, sino por ella -gruñó Jaime dándole la espalda.<br />
En la gran <strong>casa</strong> de la esquina los recibió Clara sin hacer preguntas, o tal vez se las<br />
hizo directamente a los naipes o a los espíritus. Tuvieron que despertarla, porque<br />
estaba amaneciendo y nadie se había levantado aún.<br />
-Mamá, ayude a Amanda -pidió Jaime con la seguridad que daba la larga<br />
complicidad que tenían en esos asuntos-. Está enferma y se quedará aquí unos días.<br />
-,Y Miguelito? -preguntó Amanda.<br />
-Yo iré a buscarlo -dijo Nicolás y salió.<br />
Prepararon uno de los cuartos de huéspedes y Amanda se acostó. Jaime le tomó la<br />
temperatura y dijo que debía descansar. Hizo ademán de retirarse, pero se quedó