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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
172<br />
Isabel Allende<br />
fiesta, prometiéndole que más tarde conseguiría unos dulces para traerle. Esteban<br />
García se sintió un poco más cómodo. Se sentó en una de las butacas de cuero negro y<br />
poco a poco atrajo a la niña y la sentó en sus rodillas. Alba olía a Bayrum, una<br />
fragancia fresca y dulce que se mezclaba con su olor natural de chiquilla transpirada.<br />
El muchacho acercó la nariz a su cuello y aspiró ese perfume desconocido de limpieza<br />
y bienestar y, sin saber por qué, se le llenaron los ojos de lágrimas. Sintió que odiaba<br />
a esa criatura casi tanto como odiaba al viejo Trucha. Ella encarnaba lo que nunca<br />
tendría, lo que él nunca sería. Deseaba hacerle daño, destruirla, pero también quería<br />
seguir oliéndola, escuchando su vocecita de bebé y teniendo al alcance de la mano su<br />
piel suave. Le acarició las rodillas, justo encima del borde de los calcetines bordados,<br />
eran tibias y tenían hoyuelos. Alba siguió parloteando sobre la cocinera que metía<br />
nueces por el culo a los pollos para la cena de la noche. Él cerró los ojos, estaba<br />
temblando. Con una mano rodeó el cuello de la niña, sintió sus trenzas cosquilleándole<br />
la muñeca y apretó suavemente, consciente de que era tan pequeña, que con un<br />
esfuerzo mínimo podía estrangularla. Deseó hacerlo, quiso sentirla revolcándose y<br />
pataleando en sus rodillas, agitándose en busca de aire. Deseó oírla gemir y morir en<br />
sus brazos, deseó desnudarla y se sintió violentamente excitado. Con la otra mano<br />
incursionó debajo del vestido almidonado, recorrió las piernas infantiles, encontró el<br />
encaje de las enaguas de batista y las bombachas de lana con elástico. En un rincón de<br />
su cerebro le quedaba suficiente cordura para darse cuenta de que estaba parado al<br />
borde de un abismo. La niña había dejado de hablar y estaba quieta, mirándolo con<br />
sus grandes ojos negros. Esteban García tomó la mano de la criatura y la apoyó sobre<br />
su sexo endurecido.<br />
-¿Sabes qué es esto? -preguntó roncamente.<br />
-Tu pene -respondió ella, que lo había visto en las láminas de los libros de medicina<br />
de su tío Jaime y en su tío Nicolás, cuando paseaba desnudo haciendo sus ejercicios<br />
asiáticos..<br />
Él se sobresaltó. Se puso bruscamente de pie y ella cayó sobre la alfombra. Estaba<br />
sorprendido y asustado, le temblaban las manos, sentía las rodillas de lana y las orejas<br />
calientes. En ese momento oyó los pasos del senador Trucha en el pasillo y un instante<br />
después, antes que alcanzara a recuperar la respiración, el viejo entró en la biblioteca.<br />
-¿Por qué está tan oscuro esto? -rugió con su vozarrón de terremoto.<br />
Trucha encendió las luces y no reconoció al joven que lo miraba con los ojos<br />
desorbitados. Le tendió los brazos a su nieta y ella se refugió en ellos por un breve<br />
instante, como un perro apaleado, pero enseguida, se desprendió y salió cerrando la<br />
puerta.<br />
-¿Quién eres tú, hombre? -espetó a quien era también su nieto.<br />
-Esteban García. ¿No se acuerda de mí, patrón? -logró balbucear el otro.<br />
Entonces Trueba reconoció al niño taimado que había delatado a Pedro Tercero años<br />
atrás y había recogido del suelo los dedos amputados. Comprendió que no le sería fácil<br />
despedirlo sin escucharlo, a pesar de que tenía por norma que los asuntos de sus<br />
inquilinos debía resolverlos el administrador en Las Tres Marías.<br />
-¿Qué es lo que quieres? -le preguntó.<br />
Esteban García vaciló, no podía encontrar las palabras que había preparado tan<br />
minuciosamente durante meses, antes de atreverse a tocar la puerta de la <strong>casa</strong> del<br />
patrón.<br />
-Habla rápido, no tengo mucho tiempo -dijo Trueba.