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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
71<br />
Isabel Allende<br />
por todo lo que la rodeaba. A mí ni siquiera me miraba, pasaba por mi lado como si yo<br />
fuera un mueble y cuando le dirigía la palabra se quedaba en la luna, como si no me<br />
oyera o no me conociera. No habíamos vuelto a dormir juntos. Los días ociosos en la<br />
ciudad y la atmósfera irracional que se respiraba en la <strong>casa</strong> me ponían los nervios de<br />
punta. Procuraba mantenerme ocupado, pero no era suficiente: estaba siempre de mal<br />
humor. Salía todos los días a vigilar mis negocios. En esa época empecé a especular en<br />
la Bolsa de Comercio y pasaba horas estudiando los altibajos de los valores<br />
internacionales, me dediqué a invertir plata, a armar sociedades, a las importaciones.<br />
Pasaba muchas horas en el Club. También comencé a interesarme en la política y<br />
hasta entré en un gimnasio, donde un gigantesco entrenador me obligaba a ejercitar<br />
unos músculos que no sospechaba que tenía en el cuerpo. Me habían recomendado<br />
que me diera masajes, pero nunca me gustó eso: detesto que me toquen manos<br />
mercenarias. Pero nada de todo aquello podía llenarme el día, estaba incómodo y<br />
aburrido, quería volver al campo, pero no me atrevía a dejar la <strong>casa</strong>, donde a todas<br />
luces se necesitaba la presencia de un hombre razonable entre esas mujeres<br />
histéricas. Además, Clara estaba engordando demasiado. Tenía una barriga<br />
descomunal que apenas podía sostener en su frágil esqueleto. Le daba pudor que la<br />
viera desnuda, pero era mi mujer y yo no iba a permitir que me tuviera vergüenza. La<br />
ayudaba a bañarse, a vestirse, cuando Férula no se me adelantaba, y sentía una pena<br />
infinita por ella, tan pequeña y delgada, con esa monstruosa panza, acercándose<br />
peligrosamente al momento del parto. Muchas veces me desvelé pensando que se<br />
podía morir al dar a luz y me encerraba con el doctor Cuevas a discutir la mejor forma<br />
de ayudarla. Habíamos acordado que si las cosas no se presentaban bien, era mejor<br />
hacerle otra cesárea, pero yo no quería que la llevaran a una clínica y él se negaba a<br />
practicarle otra operación como la primera en el comedor de la <strong>casa</strong>. Decía que no<br />
había comodidades, pero en esos tiempos las clínicas eran un foco de infecciones y allí<br />
eran más los que morían que los que salvaban.<br />
Un día, faltando poco para la fecha del parto, Clara descendió sin previo aviso de su<br />
refugio brahamánico y volvió a hablar. Quiso una taza de chocolate y me pidió que la<br />
llevara a pasear. El corazón medio un vuelco. Toda la <strong>casa</strong> se llenó de alegría, abrimos<br />
champán, hice poner flores frescas en todos los jarrones, le encargué camelias, sus<br />
flores preferidas y tapicé con ellas su cuarto, hasta que le empezó a dar asma y<br />
tuvimos que sacarlas rápidamente. Corrí a comprarle un broche de diamantes a la calle<br />
de los joyeros judíos. Clara me lo agradeció efusivamente, lo encontró muy bonito,<br />
pero nunca se lo vi puesto. Supongo que habrá ido a parar a algún lugar impensado<br />
donde lo puso y luego lo olvidó, como casi todas las alhajas que le compré a lo largo<br />
de nuestra vida en común. Llamé al doctor Cuevas, quien se presentó con el pretexto<br />
de tomar el té, pero en realidad venía a examinar a Clara. Se la llevó a su habitación y<br />
después nos dijo a Férula y a mí que si bien parecía curada de su crisis mental, había<br />
que prepararse para un alumbramiento difícil, porque el niño era muy grande. En ese<br />
momento entró Clara al salón y debe de haber oído la última frase.<br />
-Todo saldrá bien, no se preocupen -dijo.<br />
-Espero que esta vez sea hombre, para que lleve mi nombre -bromeé.<br />
-No es uno, son dos -replicó Clara-. Los mellizos se llamarán Jaime y Nicolás<br />
respectivamente -agregó.<br />
Eso fue demasiado para mí. Supongo que estallé por la presión acumulada en los<br />
últimos meses. Me puse furioso, alegué que ésos eran nombres de comerciantes<br />
extranjeros, que nadie se llamaba así en mi familia ni en la suya, que por lo menos<br />
uno debía llamarse Esteban como yo y como mi padre, pero Clara explicó que los<br />
nombres repetidos crean confusión en los cuadernos de anotar la vida y se mantuvo