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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
198<br />
Isabel Allende<br />
Jaime a buscarla, se colgó de su cuello, hundió la cara en su camisa y le dijo que no<br />
quería ningún regalo, porque había decidido meterse a monja. Jaime se echó a reír con<br />
una risa sonora y honda que le nacía de las entrañas y que ella sólo le había oído en<br />
muy pocas ocasiones, porque su tío era un hombre taciturno.<br />
-¡Te juro que es verdad! ¡Voy a meterme a monja! -sollozó Alba.<br />
-Tendrías que nacer de nuevo -replicó Jaime-. Y además tendrías que pasar por<br />
encima de mi cadáver.<br />
Alba no volvió a vera Esteban García hasta que lo tuvo a su lado en el<br />
estacionamiento de la universidad, pero nunca pudo olvidarlo. No contó a nadie de<br />
aquel beso repugnante ni de los sueños que tuvo después, en los que él aparecía como<br />
una bestia verde dispuesta a estrangularla con sus patas y asfixiarla introduciéndole un<br />
tentáculo baboso en la boca.<br />
Recordando todo eso, Alba descubrió que la pesadilla había estado agazapada en su<br />
interior todos esos años y que García seguía siendo la bestia que la acechaba en las<br />
sombras, para saltarle encima en cualquier recodo de la vida. No podía saber que eso<br />
era una premonición.<br />
A Miguel se le esfumó la decepción y la rabia de que Alba fuera nieta del senador<br />
Trueba, la segunda vez que la vio deambular como alma perdida por los pasillos<br />
cercanos a la cafetería donde se habían conocido. Decidió que era injusto culpar a la<br />
nieta por las ideas del abuelo y volvieron a pasear abrazados. Al poco tiempo los besos<br />
interminables se hicieron insuficientes y comenzaron a citarse en la pieza donde vivía<br />
Miguel. Era una pensión mediocre para estudiantes pobres, regentada por una pareja<br />
de edad madura con vocación para el espionaje. Observaban a Alba con indisimulada<br />
hostilidad cuando subía de la mano con Miguel a su habitación y para ella era un<br />
suplicio vencer su timidez y enfrentar la crítica de esas miradas que le arruinaban la<br />
dicha del encuentro. Para evitarlos prefería otras alternativas, pero tampoco aceptaba<br />
la idea de ir juntos a un hotel, por la misma razón que no quería ser vista en la<br />
pensión de Miguel.<br />
-¡Eres la peor burguesa que conozco! -se reía Miguel.<br />
A veces él conseguía una moto prestada y se escapaban unas horas, viajando a una<br />
velocidad suicida, acaballados en la máquina, con las orejas heladas y el corazón<br />
ansioso. Les gustaba ir en invierno a las playas solitarias, andar sobre la arena mojada<br />
dejando sus huellas que el agua lamía, espantar a las gaviotas y respirar a bocanadas<br />
el aire del mar. En verano preferían los bosques más tupidos, donde podían retozar<br />
impunemente una vez que eludían a los niños exploradores y a los excursionistas.<br />
Pronto Alba descubrió que el lugar más seguro era su propia <strong>casa</strong>, porque en el<br />
laberinto y el abandono de los cuartos traseros, donde nadie entraba, podían amarse<br />
sin perturbaciones.<br />
-Si las empleadas oyen ruidos, creerán que han vuelto los fantasmas -dijo Alba y le<br />
contó del glorioso pasado de espíritus visitantes y mesas voladoras de la gran <strong>casa</strong> de<br />
la esquina.<br />
La primera vez que lo condujo a través de la puerta posterior del jardín, abriéndose<br />
paso en la maraña y sorteando las estatuas manchadas de musgo y cagadas de<br />
pájaro, el joven tuvo un sobresalto al ver la triste casona. «Yo he estado aquí antes»,<br />
murmuró, pero no pudo recordar, porque esa selva de pesadilla y esa lúgubre mansión<br />
apenas guardaban semejanza con la luminosa imagen que había atesorado en la<br />
memoria desde su infancia.