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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
245<br />
Isabel Allende<br />
no sabía si estaba soñando, ni de dónde provenía aquella pestilencia de sudor, de<br />
excremento, de sangre y orina y la voz de ese locutor de fútbol que anunciaba unos<br />
golpes finlandeses que nada tenían que ver con ella, entre otros bramidos cercanos y<br />
precisos. Un bofetón brutal la tiró al suelo, manos violentas la volvieron a poner de pie,<br />
dedos feroces se incrustaron en sus pechos triturándole los pezones y el miedo la<br />
venció por completo. Voces desconocidas la presionaban, entendía el nombre de<br />
Miguel, pero no sabía lo que le preguntaban y sólo repetía incansablemente un no<br />
monumental mientras la golpeaban, la manoseaban, le arrancaban la blusa, y ella ya<br />
no podía pensar, sólo repetir no y no y no, calculando cuánto podría resistir antes que<br />
se le agotaran las fuerzas, sin saber que eso era sólo el comienzo, hasta que se sintió<br />
desvanecer y los hombres la dejaron tranquila, tirada en el suelo, por un tiempo que le<br />
pareció muy corto.<br />
Pronto oyó de nuevo la voz de García y adivinó que eran sus manos ayudándola a<br />
pararse, guiándola hasta una silla, acomodándole la ropa, poniéndole la blusa.<br />
-¡Ay, Dios! -dijo-. ¡Mira cómo te han dejado! Te lo advertí, Alba. Ahora trata de<br />
tranquilizarte, voy a darte una taza de café.<br />
Alba rompió a llorar. El líquido tibio la reanimó, pero no sintió su sabor, porque lo<br />
tragaba mezclado con sangre. García sostenía la taza acercándosela con cuidado, como<br />
un enfermero.<br />
-¿Quieres fumar?<br />
-Quiero ir al baño -dijo ella pronunciando cada sílaba con dificultad a través de los<br />
labios hinchados.<br />
-Por supuesto, Alba. Te llevarán al baño y después podrás descansar. Yo soy tu<br />
amigo, comprendo perfectamente tu situación. Estás enamorada y por eso lo proteges.<br />
Yo sé que tú no tienes nada que ver con la guerrilla. Pero los muchachos no me creen<br />
cuando se lo digo, no se van a conformar hasta que no les digas dónde está Miguel. En<br />
realidad ya lo tienen cercado, saben dónde está, lo atraparán, pero quieren estar<br />
seguros de que tú no tienes nada que ver con la guerrilla, ¿entiendes? Si lo proteges,<br />
si te niegas a hablar, ellos seguirán sospechando de ti. Diles lo que quieren saber y<br />
entonces yo mismo te llevaré a tu <strong>casa</strong>. ¿Se lo dirás, verdad?<br />
-Quiero ir al baño -repitió Alba.<br />
-Veo que eres testaruda, como tu abuelo. Está bien. Irás al baño. Te voy a dar la<br />
oportunidad de pensar un poco -dijo García.<br />
La llevaron a un baño y tuvo que hacer caso omiso del hombre que estaba a su lado<br />
tomándola del brazo. Después la condujeron a su celda. En el pequeño cubo solitario<br />
de su prisión trató de aclarar sus ideas, pero estaba atormentada por el dolor de la<br />
paliza, la sed, la venda apretada en las sienes, el ruido atronador de la radio, el terror<br />
de las pisadas que se acercaban y el alivio cuando se alejaban, los gritos y las órdenes.<br />
Se encogió como un feto en el suelo y se abandonó a sus múltiples sufrimientos. Así<br />
estuvo varias horas, tal vez días. Dos veces fue un hombre a sacarla y la guió a una<br />
letrina fétida, donde no pudo lavarse, porque no había agua. Le daba un minuto de<br />
tiempo y la ponía sentada en el excusado con otra persona silenciosa y torpe como<br />
ella. No podía adivinar si era otra mujer o un hombre. Al principio lloró, lamentando<br />
que su tío Nicolás no le hubiera dado un entrenamiento especial para soportar la<br />
humillación, que le parecía peor que el dolor, pero al fin se resignó a su propia<br />
inmundicia y dejó de pensar en la insoportable necesidad de lavarse. Le dieron de<br />
comer maíz tierno, un pequeño trozo de pollo y un poco de helado, que ella adivinó por<br />
el sabor, el olor, la temperatura, y devoró apresuradamente con la mano, extrañada<br />
de aquella cena de lujo, inesperada en aquel lugar. Después se enteró que la comida