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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
258<br />
Isabel Allende<br />
Cruzamos un patio de tierra donde colgaban como pendones de un alambre unas<br />
pocas ropas y entramos a un rancho destartalado, como todos los demás por allí.<br />
Adentro había un solo bombillo iluminando tristemente el interior. Me conmovió la<br />
pobreza extrema: los únicos muebles eran una mesa de pino, dos sillas toscas y una<br />
cama donde dormían varios niños amontonados. Salió a recibirme una mujer baja, de<br />
piel oscura, con las piernas cruzadas de venas y los ojos hundidos en una red de<br />
arrugas bondadosas que no conseguían darle un aspecto de vejez. Sonrió y vi que le<br />
faltaban algunos dientes. Se acercó y me acomodó la manta, con un gesto brusco y<br />
tímido que reemplazó el abrazo que no se atrevió a darme.<br />
-Voy a darle un tecito. No tengo azúcar, pero le hará bien tomar algo caliente -dijo.<br />
Me contó que oyeron el furgón y sabían lo que significaba un vehículo circulando<br />
durante el toque de queda en esos andurriales. Esperaron hasta estar seguros que se<br />
había ido y después partió el niño a ver lo que habían dejado. Pensaban encontrar un<br />
muerto.<br />
A veces vienen a tirarnos algún fusilado, para que la gente tome respeto -me<br />
explicó.<br />
Nos quedamos conversando el resto de la noche. Era una de esas mujeres estoicas y<br />
prácticas de nuestro país, que con cada hombre que pasa por sus vidas tienen un hijo<br />
y además recogen en su hogar a los niños que otros abandonan, a los parientes más<br />
pobres y a cualquiera que necesite una madre una hermana, una tía, mujeres que son.<br />
el pilar central de muchas vidas ajenas, que crían hijos para que se vayan también y<br />
que ven partir a sus hombres sin un reproche, porque tienen otras urgencias mayores<br />
de las cuales ocuparse. Me pareció igual a tantas otras que conocí en los comedores<br />
populares, en el hospital de mi tío Jaime, en la Vicaría donde iban a indagar por sus<br />
desaparecidos, en la morgue, donde iban a buscar a sus muertos. Le dije que había<br />
corrido mucho riesgo al ayudarme y ella sonrió. Entonces supe que el coronel García y<br />
otros como él tienen sus días contados, porque no han podido destruir el espíritu de<br />
esas mujeres.<br />
En la mañana me acompañó donde un compadre que tenía un carretón de flete con<br />
un caballo. Le pidió que me trajera a mi <strong>casa</strong> y así es como llegué aquí. Por el camino<br />
pude ver la ciudad en su terrible contraste, los ranchos cercados con panderetas para<br />
crear la ilusión de que no existen, el centro aglomerado y gris, y el Barrio Alto, con sus<br />
jardines ingleses, sus parques, sus rascacielos de cristal y sus infantes rubios<br />
paseando en bicicleta. Hasta los perros me parecieron felices, todo en orden, todo<br />
limpio, todo tranquilo, y aquella sólida paz de las conciencias sin memoria. Este barrio<br />
es corno otro país.<br />
El abuelo me escuchó tristemente. Se le terminaba de desmoronar un Inundo que él<br />
había creído bueno.<br />
-En vista de que nos quedaremos aquí esperando a Miguel, vamos a arreglar un<br />
poco esta <strong>casa</strong> -dijo por último.<br />
Así lo hicimos. Al comienzo pasábamos el día en la biblioteca, inquietos pensando<br />
que podrían volver para llevarme otra vez donde García, pero después decidimos que<br />
lo peor es tenerle miedo al miedo, como decía mi tío Nicolás, y que había que ocupar la<br />
<strong>casa</strong> enteramente y empezar a hacer una vida normal. Mi abuelo contrató una<br />
empresa especializada que la recorrió desde el techo hasta el sótano pasando<br />
máquinas pulidoras, limpiando cristales, pintando y desinfectando, hasta que quedó<br />
habitable. Media docena de jardineros y un tractor acabaron con la maleza, trajeron<br />
césped enrollado como un tapiz, un invento prodigioso de los gringos, y en menos de<br />
una semana teníamos hasta abedules crecidos, había vuelto a brotar el agua de las