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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

233<br />

Isabel Allende<br />

esperando con ojos ansiosos. Eran otros campesinos desocupados, expulsados de otros<br />

fundos, que llegaban tan humildes como sus antepasados de siglos atrás, a rogar al<br />

patrón que los empleara en la próxima cosecha.<br />

Esa noche Esteban Trueca se acostó en la cama de hierro que había sido de sus<br />

padres, en la vieja <strong>casa</strong> patronal donde no había estado desde hacía tanto tiempo.<br />

Estaba cansado y tenía pegado en la nariz el olor del incendio y de los cuerpos de los<br />

animales que también tuvieron que quemar, para que la podredumbre no infectara el<br />

aire. Todavía ardían los restos de las casitas de ladrillo y a su alrededor todo era<br />

destrucción y muerte. Pero él sabía que podía volver a levantar el campo, tal como lo<br />

había hecho una vez, pues los potreros estaban intactos y sus fuerzas también. A<br />

pesar del placer de su venganza, no pudo dormir. Se sentía como un padre que ha<br />

castigado a sus hijos con demasiada severidad. Toda esa noche estuvo viendo los<br />

rostros de los campesinos, a quienes había visto nacer en su propiedad, alejándose por<br />

la carretera. Maldijo su mal genio. Tampoco pudo dormir el resto de la semana y<br />

cuando logró hacerlo, soñó con Rosa. Decidió no contar a nadie lo que había hecho y<br />

se juró que Las Tres Marías volvería a ser el fundo modelo que una vez fue. Echó a<br />

correr la voz de que estaba dispuesto a aceptar a los inquilinos de vuelta, bajo ciertas<br />

condiciones, evidentemente, pero ninguno regresó. Se habían desparramado por los<br />

campos, por los cerros, por la costa, algunos habían ido a pie a las minas, otros a las<br />

islas del Sur, buscando cada uno el pan para su familia en cualquier oficio. Asqueado,<br />

el patrón regresó a la capital sintiéndose más viejo que nunca. Le pesaba el alma.<br />

El Poeta agonizó en su <strong>casa</strong> junto al mar. Estaba enfermo y los acontecimientos de<br />

los últimos tiempos agotaron su deseo de seguir viviendo. La tropa le allanó la <strong>casa</strong>,<br />

dieron vueltas sus colecciones de caracoles, sus conchas, sus: mariposas, sus botellas<br />

y sus mascarones de proa rescatados de tantos mares, sus libros, sus cuadros, sus<br />

versos inconclusos, buscando armas subversivas y comunistas escondidos, hasta que<br />

su viejo corazón de bardo empezó a trastabillar. Lo llevaron a la capital. Murió cuatro<br />

días después y las últimas palabras del hombre que le cantó a la vida, fueron: «¡los<br />

van a fusilar! ¡los van a fusilar!». Ninguno de sus amigos pudo acercarse a la hora de<br />

la muerte, porque estaban fuera de la ley, prófugos, exiliados o muertos. Su <strong>casa</strong> azul<br />

del cerro estaba medio en ruinas, el piso quemado y los vidrios rotos, no se sabía si<br />

era obra de los militares, como decían los vecinos, o de los vecinos, como decían los<br />

militares. Allí lo velaron unos pocos que se atrevieron a llegar y periodistas de todas<br />

partes del mundo que acudieron a cubrir la noticia de su entierro. El senador Trueba<br />

era su enemigo ideológico, pero lo había tenido muchas veces en su <strong>casa</strong> y conocía de<br />

memoria sus versos. Se presentó al velorio vestido de negro riguroso, con su nieta<br />

Alba. Ambos montaron guardia junto al sencillo ataúd de madera y lo acompañaron<br />

hasta el cementerio en una mañana desventurada. Alba llevaba en la mano un ramo<br />

de los primeros claveles de la temporada, rojos como la sangre. El pequeño cortejo<br />

recorrió a pie, lentamente, el camino al camposanto, entre dos filas de soldados que<br />

acordonaban las calles.<br />

La gente iba en silencio. De pronto, alguien gritó roncamente el nombre del Poeta y<br />

una sola voz de todas las gargantas respondió «¡Presente! ¡Ahora y siempre!». Fue<br />

como si hubieran abierto una válvula y todo el dolor, el miedo y la rabia de esos días<br />

saliera de los pechos y rodara por la calle y subiera en un clamor terrible hasta los<br />

negros nubarrones del cielo. Otro gritó «¡Compañero Presidente!». Y contestaron todos<br />

en un solo lamento, llanto de hombre: «¡Presente!». Poco a poco el funeral del Poeta<br />

se convirtió en el acto simbólico de enterrar la libertad.

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