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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
134<br />
Isabel Allende<br />
Jaime lo llamaba papá, supusieron que Amanda y Miguel eran huérfanos. Amando<br />
andaba siempre con su hermano, lo llevaba a su trabajo, lo acostumbró a comer de<br />
todo, a cualquier hora, y a dormir tirado en los lugares más incómodos. Lo rodeaba de<br />
una ternura apasionada y violenta, lo rascaba como a un perrito, lo gritaba cuando se<br />
enojaba y después corría a abrazarlo. No dejaba que nadie corrigiera o diera una orden<br />
a su hermano, no aceptaba comentarios sobre la extraña vida que le hacía llevar y lo<br />
defendía como una leona, aunque nadie tuviera intención de atacarlo. A la única<br />
persona que permitió opinar sobre la educación de Miguel fue a Clara, quien la pudo<br />
convencer de que había que enviarlo a la escuela, para que no fuera un ermitaño<br />
analfabeto. Clara no era especialmente partidaria de la educación regular, pero pensó<br />
que en el caso de Miguel era necesario darle algunas horas diarias de disciplina y<br />
convivencia con otros niños de su edad. Ella misma se encargó de matricularla,<br />
comprarle los útiles y el uniforme y acompañó a Amanda a dejarlo el primer día de<br />
clases. En la puerta del plantel, Amanda y Miguel se abrazaron llorando, sin que la<br />
maestra consiguiera separar al niño de las polleras de su hermana, a las cuales se<br />
aferraba con dientes y uñas, chillando y lanzando patadas desesperadas al que se<br />
acercaba. Finalmente, ayudada por Clara, la maestra pudo arrastrar al niño al interior<br />
y se cerró la puerta del colegio a sus espaldas. Amanda se quedó toda la mañana<br />
sentada en la acera. Clara la acompañó porque se sentía culpable de tanto dolor ajeno<br />
y empezaba a dudar de la sabiduría de su iniciativa. A mediodía sonó la campana y se<br />
abrió el portón. Vieron salir un rebaño de escolares y entre ellos, en orden, callado y<br />
sin lágrimas, con una raya de lápiz en la nariz y los calcetines comidos por los zapatos,<br />
iba el pequeño Miguel, que en esas pocas horas había aprendido a andar por la vida sin<br />
ir de la mano de su hermana. Amanda lo estrechó contra su pecho frenéticamente y en<br />
una inspiración del momento le dijo: «daría la vida por ti, Miguelito». No sabía que<br />
algún día tendría que hacerlo.<br />
Entretanto, Esteban Trueba se sentía cada día más solo y furioso. Se resignó a la<br />
idea de que su mujer no volvería a dirigirle la palabra y, cansado de perseguirla por los<br />
rincones, suplicarle con la mirada y taladrar agujeros en las paredes del baño, decidió<br />
dedicarse a la política. Tal como Clara había pronosticado, ganaron las elecciones los<br />
mismos de siempre, pero por tan escaso margen, que todo el país se alertó. Trueba<br />
consideró que era el momento de salir en defensa de los intereses de la patria y los del<br />
Partido Conservador, puesto que nadie mejor que él podía encarnar al político honesto<br />
e incontaminado, como él mismo lo decía, y agregaba que se había levantado con su<br />
propio esfuerzo, dando trabajo y buenas condiciones de vida a sus empleados, dueño<br />
del único fundo con casitas de ladrillo. Era respetuoso de la ley, la patria y la tradición<br />
y nadie podía reprocharle ningún delito mayor que la evasión de impuestos. Contrató<br />
un administrador para reemplazar a Pedro Segundo García y lo puso en Las Tres<br />
Marías a cargo de sus gallinas ponedoras y sus vacas importadas y se instaló<br />
definitivamente en la capital. Pasó varios meses dedicado a su campaña, con el<br />
respaldo del Partido Conservador, que necesitaba gente para presentar a las próximas<br />
elecciones parlamentarias, y de su propia fortuna, que la puso al servicio de su causa.<br />
La <strong>casa</strong> se llenó de propaganda política y de sus partidarios, que prácticamente la<br />
tomaron por asalto, mezclándose con los fantasmas de los corredores, los rosacruces y<br />
las tres hermanas Mora. Poco a poco la corte de Clara fue desplazada hacia los cuartos<br />
traseros de la <strong>casa</strong>. Se estableció una frontera invisible entre el sector que ocupaba<br />
Esteban Trueba y el de su mujer. Bajo la inspiración de Clara y de acuerdo a las<br />
necesidades del momento, fueron brotándole a la noble arquitectura señorial,<br />
cuartuchos, escaleras, torrecillas, azoteas. Cada vez que había que alojar a un nuevo