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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

43<br />

Isabel Allende<br />

del Norte, que con sus huelgas perjudican a todo el país, justamente cuando el precio<br />

del mineral está en su punto máximo. Mandar a la tropa es lo que haría yo en el Norte,<br />

para que les corra bala, a ver si aprenden de una vez por todas. Por desgracia el<br />

garrote es lo único que funciona en estos países. No estamos en Europa. Aquí lo que se<br />

necesita es un gobierno fuerte, un patrón fuerte. Sería muy lindo que fuéramos todos<br />

iguales, pero no lo somos. Eso salta a la vista. Aquí el único que sabe trabajar soy yo y<br />

los desafío a que me prueben lo contrario. Me levanto el primero y me acuesto el<br />

último en esta maldita tierra. Si fuera por mí, mandaba todo al carajo y me iba a vivir<br />

como un príncipe a la capital, pero tengo que estar aquí, porque si me ausento aunque<br />

sea por una semana, esto se viene al suelo y estos infelices empiezan a morirse de<br />

hambre. Acuérdense cómo era cuando yo llegué hace nueve o diez años: una<br />

desolación. Era una ruina de piedras y buitres. Una tierra de nadie. Estaban todos los<br />

potreros abandonados. A nadie se le había ocurrido canalizar el agua. Se contentaban<br />

con plantar cuatro lechugas mugrientas en sus patios y dejaron que todo lo demás se<br />

hundiera en la miseria. Fue necesario que yo llegara para que aquí hubiera orden, ley,<br />

trabajo. ¿Cómo no voy a estar orgulloso? He trabajado tan bien, que ya compré los dos<br />

fundos vecinos y esta propiedad es la más grande y la más rica de toda la zona, la<br />

envidia de todo el mundo, un ejemplo, un fundo modelo. Y ahora que la carretera pasa<br />

por el lado, se ha duplicado su valor, si quisiera venderlo podría irme a Europa a vivir<br />

de mis rentas, pero no me voy, me quedo aquí, machucándome. Lo hago por esta<br />

gente. Sin mí estarían perdidos. Si vamos al fondo de las cosas, no sirven ni para<br />

hacer los mandados, siempre lo he dicho: son como niños. No hay uno que pueda<br />

hacer lo que tiene que hacer sin que tenga que estar yo detrás azuzándolo. ¡Y después<br />

me vienen con el cuento de que somos todos iguales! Para morirse de la risa, carajo...<br />

A su madre y hermana enviaba cajones con frutas, carnes saladas, jamones, huevos<br />

frescos, gallinas vivas y en escabeche, harina, arroz y granos por sacos, quesos del<br />

campo y todo el dinero que podían necesitar, porque eso no le faltaba. Las Tres Marías<br />

y la mina producían como era debido por primera vez desde que Dios puso aquello en<br />

el planeta, como le gustaba decir a quien quisiera oírlo. A doña Ester y a Férula daba lo<br />

que nunca ambicionaron, pero no tuvo tiempo, en todos esos años, para irlas a visitar,<br />

aunque fuera de paso en alguno de sus viajes al Norte. Estaba tan ocupado en el<br />

campo, en las nuevas tierras que había comprado y en otros negocios a los que<br />

empezaba a echar el guante, que no podía perder su tiempo junto al lecho de una<br />

enferma. Además existía el correo que los mantenía en contacto y el tren que le<br />

permitía mandar todo lo que quisiera. No tenía necesidad de verlas. Todo se podía<br />

decir por carta. Todo menos lo que no quería que supieran, como la recua de<br />

bastardos que iban naciendo como por arte de magia. Bastaba tumbar a una<br />

muchacha en el potrero y quedaba preñada inmediatamente, era cosa del demonio,<br />

tanta fertilidad era insólita, estaba seguro que la mitad de los críos no eran suyos. Por<br />

eso decidió que aparte del hijo de Pancha García, que se llamaba Esteban como él y<br />

que no había duda de que su madre era virgen cuando la poseyó, los demás podían ser<br />

sus hijos y podían no serlo y siempre era mejor pensar que no lo eran. Cuando llegaba<br />

a su <strong>casa</strong> alguna mujer con un niño en los brazos para reclamar el apellido o alguna<br />

ayuda, la ponía en el camino con un par de billetes en la mano y la amenaza de que si<br />

volvía a importunarlo, la sacaría a rebencazos, para que no le quedaran ganas de<br />

andar meneando el rabo al primer hombre que viera y después acusarlo a él. Así fue<br />

como nunca se enteró del número exacto de sus hijos y en realidad el asunto no le<br />

interesaba. Pensaba que cuando quisiera tener hijos, buscaría una esposa de su clase,<br />

con bendición de la Iglesia, porque los únicos que contaban eran los que llevaban el<br />

apellido del padre, los otros era como si no existieran. Que no le fueran con la<br />

monstruosidad de que todos nacen con los mismos derechos y heredan igual, porque

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