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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

41<br />

Isabel Allende<br />

progreso de la industria, el precio del oro y las extravagancias de la moda, los tenían<br />

sin cuidado. Eran cuentos de hadas que en nada modificaban la estrechez de su<br />

existencia. Para aquel impávido auditorio, las noticias de la radio eran lejanas y ajenas<br />

y el aparato se desprestigió rápidamente cuando fue evidente que no podía pronosticar<br />

el estado del tiempo. El único que demostraba interés por los mensajes venidos del<br />

aire, era Pedro Segundo García.<br />

Esteban Trucha compartió con él muchas horas, primero junto a la radio a galena, y<br />

después con la de batería, esperando el milagro de una voz anónima y remota que los<br />

pusiera en contacto con la civilización. Esto, sin embargo, no consiguió acercarlos.<br />

Trueba sabía que ese rudo campesino era más inteligente que los demás. Era el único<br />

que sabía leer y era capaz de mantener una conversación de más de tres frases. Era lo<br />

más parecido a un amigo que tenía en cien kilómetros a la redonda, pero su<br />

monumental orgullo le impedía reconocerle ninguna virtud, excepto aquellas propias de<br />

su condición de buen peón de campo. Tampoco era partidario de las familiaridades con<br />

los subalternos. Por su parte, Pedro Segundo lo odiaba, aunque jamás había puesto<br />

nombre a ese sentimiento tormentoso que le abrasaba el alma y lo llenaba de<br />

confusión. Era una mezcla de miedo y de rencorosa admiración. Presentía que nunca<br />

se atrevería a hacerle frente, porque era el patrón. Tendría que soportar sus rabietas,<br />

sus órdenes desconsideradas y su prepotencia durante el resto de su vida. En los años<br />

en que Las Tres Marías estuvo abandonada, él había asumido en forma natural el<br />

mando de la pequeña tribu que sobrevivió en esas tierras olvidadas. Se había<br />

acostumbrado a ser respetado, a mandar, a tomar decisiones y a no tener más que el<br />

cielo sobre su cabeza. La llegada del patrón le cambió la vida, pero no podía dejar de<br />

admitir que ahora vivían mejor, que no pasaban hambre y que estaban más protegidos<br />

y seguros. Algunas veces Trueba creyó verle en los ojos un destello asesino, pero<br />

nunca pudo reprocharle una insolencia. Pedro Segundo obedecía sin chistar, trabajaba<br />

sin quejarse, era honesto y parecía leal. Si veía pasar a su hermana Pancha por el<br />

corredor de la <strong>casa</strong> patronal, con el vaivén pesado de la hembra satisfecha, agachaba<br />

la cabeza y callaba.<br />

Pancha García era joven y el patrón era fuerte. El resultado predecible de su alianza<br />

comenzó a notarse a los pocos meses. Las venas de las piernas de la muchacha<br />

aparecieron como lombrices en su piel morena, se hizo más lento su gesto y lejana su<br />

mirada, perdió interés en los retozos descarados de la cama de fierro forjado y<br />

rápidamente se le engrosó la cintura y se le cayeron los senos con el peso de una<br />

nueva vida que crecía en su interior. Esteban tardó bastante en darse cuenta, porque<br />

casi nunca la miraba y, pasado el entusiasmo del primer momento, tampoco la<br />

acariciaba. Se limitaba a utilizarla como una medida higiénica que aliviaba la tensión<br />

del día y le brindaba una noche sin sueños. Pero llegó un momento en que la gravidez<br />

de Pancha fue evidente incluso para él. Le tomó repulsión. Empezó a verla corno un<br />

enorme envase que contenía una sustancia informe y gelatinosa, que no podía<br />

reconocer como un hijo suyo. Pancha abandonó la <strong>casa</strong> del patrón y regresó al rancho<br />

de sus padres, donde no le hicieron preguntas. Siguió trabajando en la cocina patronal,<br />

amasando el pan y cosiendo a máquina, cada día más deformada por la maternidad.<br />

Dejó de servir la mesa a Esteban y evitó encontrarse con él, puesto que ya nada tenían<br />

que compartir. Una semana después que ella salió de su cama, él volvió a soñar con<br />

Rosa y despertó con las sábanas húmedas. Miró por la ventana y vio a una niña<br />

delgada que estaba colgando en un alambre la ropa recién lavada. No parecía tener<br />

más de trece o catorce años, pero estaba completamente desarrollada. En ese<br />

momento se volvió y lo miró: tenía la mirada de una mujer.<br />

Pedro García vio al patrón salir silbando camino al establo y movió la cabeza<br />

inquieto.

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