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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

235<br />

Isabel Allende<br />

peligro de una dictadura marxista, hubiera condenado al país a una dictadura mucho<br />

más severa y, por lo visto, destinada a durar un siglo. Por primera vez en su vida, el<br />

senador Trueba admitió que se había equivocado. Hundido en su poltrona, como un<br />

anciano acabado, lo vieron llorar calladamente. No lloraba por la pérdida del poder.<br />

Estaba llorando por su patria.<br />

Entonces Blanca se hincó a su lado, le tomó la mano y confesó que tenía a Pedro<br />

Tercero García viviendo como un anacoreta, escondido en uno de los cuartos<br />

abandonados que había hecho construir Clara, en los tiempos de los espíritus. Al día<br />

siguiente del Golpe se habían publicado listas de las personas que debían presentarse<br />

ante las autoridades. El nombre de Pedro Tercero García estaba entre ellas. Algunos,<br />

que seguían pensando que en ese país nunca pasaba nada, fueron por sus propios pies<br />

a entregarse al Ministerio de Defensa y lo pagaron con sus vidas. Pero Pedro Tercero<br />

tuvo antes que los demás el presentimiento de la ferocidad del nuevo régimen, tal vez<br />

porque durante esos tres años había aprendido a conocer a las Fuerzas Armadas y no<br />

creía el cuento de que fueran diferentes a las de otras partes. Esa misma noche,<br />

durante el toque de queda, se arrastró hasta la gran <strong>casa</strong> de la esquina y llamó a la<br />

ventana de Blanca. Cuando ella se asomó, con la vista nublada por la jaqueca, no lo<br />

reconoció, porque se había afeitado la barba y llevaba anteojos.<br />

-Mataron al Presidente -dijo Pedro Tercero.<br />

Ella lo escondió en los cuartos vacíos. Acomodó un refugio de emergencia, sin<br />

sospechar que debería mantenerlo oculto durante varios meses, mientras los soldados<br />

peinaban el país con rastrillo buscándolo.<br />

Blanca pensó que a nadie se le iba a ocurrir que Pedro Tercero García estaba en la<br />

<strong>casa</strong> del senador Trueba en el mismo momento en que éste escuchaba de pie el<br />

solemne Te Deum en la catedral. Para Blanca fue el período más feliz de su vida.<br />

Para él, sin embargo, las horas transcurrían con la misma lentitud que si hubiera<br />

estado preso. Pasaba el día entre cuatro paredes, con la puerta cerrada con llave, para<br />

que nadie tuviera la iniciativa de entrar a limpiar, y la ventana con las persianas y las<br />

cortinas corridas. No entraba la luz del día, pero podía adivinarla por el tenue cambio<br />

en las rendijas de la persiana. En la noche abría la ventana de par en par, para que se<br />

ventilara la habitación -donde tenía que mantener un balde tapado para hacer sus<br />

necesidades- y para respirar a bocanadas el aire de la libertad. Ocupaba su tiempo<br />

leyendo los libros de Jaime, que Blanca le iba llevando a escondidas, escuchando los<br />

ruidos de la calle, los susurros de la radio encendida al volumen más bajo. Blanca le<br />

consiguió una guitarra a la que puso unos trapos de lana bajo las cuerdas, para que<br />

nadie lo oyera componer en sordina sus canciones de viudas, de huérfanos, de<br />

prisioneros y desaparecidos. Trató de organizar un horario sistemático para llenar el<br />

día, hacía gimnasia, leía, estudiaba inglés, dormía siesta, escribía música y volvía a<br />

hacer gimnasia, pero con todo eso le sobraban interminables horas de ocio, hasta que<br />

finalmente escuchaba la llave en la cerradura de la puerta y veía entrar a Blanca, que<br />

le llevaba los periódicos, la comida, agua limpia para lavarse. Hacían el amor con<br />

desesperación, inventando nuevas fórmulas prohibidas que el miedo y la pasión<br />

transformaban en viajes alucinados a las estrellas. Blanca ya se había resignado a la<br />

castidad, a la madurez y a sus variados achaques, pero el sobresalto del amor le dio<br />

una nueva juventud. Se acentuó la luz de su piel, el ritmo de su andar y la cadencia de<br />

su voz. Sonreía para adentro y andaba como dormida. Nunca había sido más hermosa.<br />

Hasta su padre se dio cuenta y lo atribuyó a la paz de la abundancia. «Desde que<br />

Blanca no tiene que hacer cola, parece como nueva», decía el senador Trueba. Alba<br />

también lo notó. Observaba a su madre. Su extraño sonambulismo le parecía<br />

sospechoso, así como su nueva manía de llevar comida a su habitación. En más de una

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