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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

208<br />

Isabel Allende<br />

como le explicaron, los partidos de izquierda no tenían suficientes hombres capacitados<br />

para todas las funciones que había que desempeñar.<br />

-Yo soy un campesino. No tengo ninguna preparación -trató de excusarse.<br />

-No importa, compañero. Usted, por lo menos, es popular. Aunque meta la pata, la<br />

gente se lo va a perdonar -le explicaron.<br />

Así fue como se encontró sentado detrás de un escritorio por primera vez en su<br />

vida, con una secretaria para su uso personal y a sus espaldas un grandioso retrato de<br />

los Próceres de la Patria en alguna honrosa batalla. Pedro Tercero García miraba por la<br />

ventana con barrotes de su lujosa oficina y sólo podía ver un minúsculo cuadrilátero de<br />

cielo gris. No era un cargo decorativo. Trabajaba desde las siete de la mañana hasta la<br />

noche y al final estaba tan cansado, que no se sentía capaz de arrancar ni un acorde a<br />

su guitarra y, mucho menos, de amar a Blanca con la pasión acostumbrada. Cuando<br />

podían darse cita, venciendo todos los obstáculos habituales de Blanca, más los nuevos<br />

que le imponía su trabajo, se encontraban entre las sábanas con más angustia que<br />

deseo. Hacían el amor fatigados, interrumpidos por el teléfono, perseguidos por el<br />

tiempo, que nunca les alcanzaba. Blanca dejó de usar su ropa interior de mujerzuela,<br />

porque le parecía una provocación inútil que los sumía en el ridículo. Terminaron<br />

juntándose para reposar abrazados, como una pareja de abuelos, y para conversar<br />

amigablemente sobre sus problemas cotidianos y sobre los graves asuntos que<br />

estremecían a la nación. Un día Pedro Tercero sacó la cuenta que llevaban casi un mes<br />

sin hacer el amor y, lo que le pareció aún peor, que ninguno de los dos sentía el deseo<br />

de hacerlo. Tuvo un sobresalto. Calculó que a su edad no había razón para la<br />

impotencia y lo atribuyó a la vida que llevaba y a las mañas de solterón que había<br />

desarrollado. Supuso que si hiciera una vida normal con Blanca, en la cual ella<br />

estuviera esperándolo todos los días en la paz de un hogar, las cosas serían de otro<br />

modo. La conminó a <strong>casa</strong>rse de una vez por todas, porque ya estaba harto de esos<br />

amores furtivos y ya no tenía edad para vivir así. Blanca le dio la misma respuesta que<br />

le había dado muchas veces antes.<br />

-Tengo que pensarlo, mi amor.<br />

Estaba desnuda, sentada en la angosta cama de Pedro Tercero. Él la observó sin<br />

piedad y vio que el tiempo comenzaba a devastarla con sus estragos, estaba más<br />

gorda, más triste, tenía las manos deformadas por el reuma y esos maravillosos<br />

pechos que en otra época le quitaron el sueño, se estaban convirtiendo en el amplio<br />

regazo de una matrona instalada en plena madurez. Sin embargo, la encontraba tan<br />

bella como en su juventud, cuando se amaban entre las cañas del río en Las Tres<br />

Marías, y justamente por eso lamentaba que la fatiga fuera más fuerte que su pasión.<br />

-Lo has pensado durante casi medio siglo. Ya basta. Es ahora o nunca -concluyó.<br />

Blanca no se inmutó, porque no era la primera vez que él la emplazaba para que<br />

tomara una decisión. Cada vez que rompía con una de sus jóvenes amantes y volvía a<br />

su lado, le exigía <strong>casa</strong>miento, en una búsqueda desesperada de retener el amor y de<br />

hacerse perdonar. Cuando consintió en abandonar la población obrera donde había<br />

sido feliz por varios años, para instalarse en un departamento de clase media, le había<br />

dicho las mismas palabras.<br />

-O te <strong>casa</strong>s conmigo ahora o no nos vemos más.<br />

Blanca no comprendió que en esa oportunidad la determinación de Pedro lércero era<br />

irrevocable.<br />

Se separaron enojados. Ella se vistió, recogiendo apresuradamente su ropa que<br />

estaba regada por el suelo y se enrolló el pelo en la nuca sujetándolo con algunas<br />

horquillas que rescató del desorden de la cama. Pedro Tercero encendió un cigarrillo y

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