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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

199<br />

Isabel Allende<br />

Los enamorados probaron uno por uno los cuartos abandonados y terminaron<br />

improvisando un nido para sus amores furtivos en las profundidades del sótano. Hacía<br />

varios años que Alba no entraba allí y llegó a olvidar su existencia, pero en el momento<br />

en que abrió la puerta y respiró el inconfundible olor, volvió a sentir la mágica<br />

atracción de antes. Usaron los trastos, los cajones, la edición del libro del tío Nicolás,<br />

los muebles y los cortinajes de otros tiempos para acomodar una sorprendente cámara<br />

nupcial. Al centro improvisaron una cama con varios colchones, que cubrieron con<br />

unos pedazos de terciopelo apolillado. De los baúles extrajeron incontables tesoros.<br />

Hicieron sábanas con viejas cortinas de damasco color topacio, descosieron el suntuoso<br />

vestido de encaje de Chantilly que usó Clara el día en que murió Barrabás, para hacer<br />

un mosquitero color del tiempo, que los preservara de las arañas que se descolgaban<br />

bordando desde el techo. Se alumbraban con velas y hacían caso omiso de los<br />

pequeños roedores, del frío y de ese tufillo de ultratumba. En el crepúsculo eterno del<br />

sótano, andaban desnudos, desafiando a la humedad y a las corrientes de aire. Bebían<br />

vino blanco en copas de cristal que Alba sustrajo del comedor y hacían un minucioso<br />

inventario de sus cuerpos y de las múltiples posibilidades del placer. Jugaban como<br />

niños. A ella le costaba reconocer en ese joven enamorado y dulce que reía y retozaba<br />

en una inacabable bacanal, al revolucionario ávido de justicia que aprendía, en secreto,<br />

el uso de las armas de fuego y las estrategias revolucionarias. Alba inventaba<br />

irresistibles trucos de seducción y Miguel creaba nuevas y maravillosas formas de<br />

amarla. Estaban deslumbrados por la fuerza de su pasión, que era como un embrujo<br />

de sed insaciable. No alcanzaban las horas ni las palabras para decirse los más íntimos<br />

pensamientos y los más remotos recuerdos, en un ambicioso intento de poseerse<br />

mutuamente hasta la última estancia. Alba descuidó el violoncelo, excepto para tocarlo<br />

desnuda sobre el lecho de topacio, y asistía a sus clases en la universidad con un aire<br />

alucinado. Miguel también postergó su tesis y sus reuniones políticas, porque<br />

necesitaban estar juntos a toda hora y aprovechaban la menor distracción de los<br />

habitantes de la <strong>casa</strong> para deslizarse hacia el sótano. Alba aprendió a mentir y<br />

disimular. Pretextando la necesidad de estudiar de noche, dejó el cuarto que compartía<br />

con su madre desde la muerte de su abuela y se instaló en una habitación del primer<br />

piso que daba al jardín, para poder abrir la ventana a Miguel y llevarlo en puntillas a<br />

través de la <strong>casa</strong> dormida, hasta la guarida encantada. Pero no sólo se juntaban en las<br />

noches. La impaciencia del amor era a veces tan intolerable, que Miguel se arriesgaba<br />

a entrar de día, arrastrándose entre los matorrales, como un ladrón, hasta la puerta<br />

del sótano, donde lo esperaba Alba con el corazón en un hilo. Se abrazaban con la<br />

desesperación de una despedida y se escabullían a su refugio sofocados de<br />

complicidad.<br />

Por primera vez en su vida, Alba sintió la necesidad de ser hermosa y lamentó que<br />

ninguna de las espléndidas mujeres de su familia le hubiera legado sus atributos, y la<br />

única que lo hizo, la bella Rosa, sólo le dio el tono de algas marinas a su pelo, lo cual,<br />

si no iba acompañado por todo lo demás, parecía más bien un error de peluquería.<br />

Cuando Miguel adivinó su inquietud, la llevó de la mano hasta el gran espejo veneciano<br />

que adornaba un rincón de su cámara secreta, sacudió el polvo del cristal quebrado y<br />

luego encendió todas las velas que tenía y las puso a su alrededor. Ella se miró en los<br />

mil pedazos rotos del espejo. Su piel, iluminada por las velas, tenía el color irreal de<br />

las figuras de cera. Miguel comenzó a acariciarla y ella vio transformarse su rostro en<br />

el caleidoscopio del espejo y aceptó al fin que era la más bella de todo el universo,<br />

porque pudo verse con los ojos que la miraba Miguel.<br />

Aquella orgía interminable duró más de un año. Al fin, Miguel terminó su tesis, se<br />

graduó y empezó a buscar trabajo. Cuando pasó la apremiante necesidad del amor<br />

insatisfecho, pudieron recuperar la compostura y normalizar sus vidas. Ella hizo un

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