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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

161<br />

Isabel Allende<br />

gato gordo y negro que observa sentado como un gran señor. Influencia de Chagall,<br />

dice el catálogo del museo, pero no es así. Corresponde exactamente a la realidad que<br />

el artista vivió en la <strong>casa</strong> de Clara. Ésa fue la época en que actuaban con impunidad las<br />

fuerzas ocultas de la naturaleza humana y el buen humor divino, provocando un<br />

estado de emergencia y sobresalto en las leyes de la física y la lógica. Las<br />

comunicaciones de Clara con las almas vagabundas y con los extraterrestres, ocurrían<br />

mediante la telepatía, los sueños y un péndulo que ella usaba para tal fin,<br />

sosteniéndolo en el aire sobre un alfabeto que colocaba ordenadamente en la mesa.<br />

Los movimientos autónomos del péndulo señalaban las letras y formaban los mensajes<br />

en español y esperanto, demostrando así que son los únicos idiomas que interesan a<br />

los seres de otras dimensiones, y no el inglés, como decía Clara en sus cartas a los<br />

embajadores de las potencias angloparlantes, sin que ellos le contestaran jamás, así<br />

como tampoco lo hicieron los sucesivos ministros de Educación a los cuales se dirigió<br />

para exponerles su teoría de que en vez de enseñar inglés y francés en las escuelas,<br />

lenguas de marineros, mercachifles y usureros, se obligara a los niños a estudiar<br />

esperanto.<br />

Alba pasó su infancia entre dietas vegetarianas, artes marciales niponas, danzas del<br />

Tibet, respiración yoga, relajación y concentración con el profesor Hausser y muchas<br />

otras técnicas interesantes, sin contar los aportes que hicieron a su educación los dos<br />

tíos y las tres encantadoras señoritas Mora. Su abuela Clara se las arreglaba para<br />

mantener rodando aquel inmenso carromato lleno de alucinados en que se había<br />

convertido su hogar, aunque ella misma no tenía ninguna habilidad doméstica y<br />

desdeñaba las cuatro operaciones hasta el punto de olvidarse de sumar, de modo que<br />

la organización de la <strong>casa</strong> y las cuentas cayeron en forma natural en manos de Blanca,<br />

quien repartía su tiempo entre las labores de mayordomo de aquel reino en miniatura<br />

y su taller de cerámica al fondo del patio, último refugió para sus pesares, donde hacía<br />

clases tanto para mongólicos, como para señoritas, y fabricaba sus increíbles<br />

Nacimientos de monstruos que, contra toda lógica, se vendían como pan salido del<br />

horno.<br />

Desde muy pequeña Alba tuvo la responsabilidad de poner flores frescas en los<br />

jarrones. Abría las ventanas para que entrara a raudales la luz y el aire pero las flores<br />

no alcanzaban a durar hasta la noche, porque el vozarrón de Esteban Trueba y sus<br />

bastonazos, tenían el poder de espantar a la naturaleza. A su paso huían los animales<br />

domésticos y las plantas se ponían mustias. Blanca criaba un gomero traído del Brasil,<br />

una mata escuálida y tímida cuya única gracia era su precio: se compraba por hojas.<br />

Cuando oían llegar al abuelo, el que estaba más cerca corría a poner el gomero a salvo<br />

en la terraza, porque apenas el viejo entraba a la pieza, la planta agachaba las hojas y<br />

empezaba a exhumar por el tallo un llanto blancuzco como lágrimas de leche. Alba no<br />

iba al colegio porque su abuela decía que alguien tan favorecido por los astros como<br />

ella, no necesitaba más que saber leer y escribir, y eso podía aprenderlo en la <strong>casa</strong>. Se<br />

apuró tanto en alfabetizarla, que a los cinco años la niña leía el periódico a la hora del<br />

desayuno para comentar las noticias con su abuelo, a los seis había descubierto los<br />

libros mágicos de los baúles encantados de su legendario tío bisabuelo Marcos y había<br />

entrado de lleno en el mundo sin retorno de la fantasía. Tampoco se preocuparon de<br />

su salud, porque no creían en beneficios de vitaminas y decían que las vacunas eran<br />

para las gallinas. Además, su abuela estudió las líneas de su mano y dijo que tendría<br />

salud de fierro y una larga vida. El único cuidado frívolo que le prodigaron fue peinarla<br />

con Bayrum para mitigar el tono verde oscuro que tenía su pelo al nacer, a pesar de<br />

que el senador Trueba decía que había que dejárselo así, porque ella era la única que<br />

había heredado algo de la bella Rosa, aunque desafortunadamente era sólo el color

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