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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

255<br />

Isabel Allende<br />

-Desde que lo conocí, supe que no iba a poder sacarte de aquí, hijita -dijo con<br />

tristeza.<br />

-¿Lo conociste? ¿Está vivo, abuelo? -lo zamarreé agarrándolo por la ropa.<br />

-Lo estaba la semana pasada, cuando nos vimos por última vez -dijo.<br />

Me contó que después que me detuvieron apareció una noche Miguel en la gran <strong>casa</strong><br />

de la esquina. Estuvo a punto de darle una apoplejía de susto, pero a los pocos<br />

minutos comprendió que los dos tenían una meta en común: rescatarme. Después<br />

Miguel volvió a menudo a verlo, le hacía compañía y juntaban sus esfuerzos para<br />

buscarme. Fue Miguel quien tuvo la idea de ir a vera Tránsito Soto, al abuelo no se le<br />

hubiera ocurrido nunca.<br />

-Hágame caso, señor. Yo sé quién tiene el poder en este país. Mi gente está<br />

infiltrada en todas partes. Si hay alguien que puede ayudara Alba en este momento,<br />

esa persona es Tránsito Soto -le aseguró.<br />

-Si conseguimos sacarla de las garras de la policía política, hijo, tendrá que irse de<br />

aquí. Váyanse juntos. Puedo conseguirles salvoconductos y no les faltará dinero<br />

-ofreció el abuelo.<br />

Pero Miguel lo miró como si fuera un viejito trastornado y procedió a explicarle que<br />

él tiene una misión que cumplir y no puede salir huyendo.<br />

-Tuve que resignarme a la idea de que te quedarás aquí, a pesar de todo -dijo el<br />

abuelo abrazándome-. Y ahora cuéntamelo todo. Quiero saber hasta el último detalle.<br />

De modo que se lo conté. Le dije que después que se me infectó la mano, me<br />

llevaron a una clínica secreta donde mandan a los prisioneros que no tienen interés en<br />

dejar morir. Allí me atendió un médico alto, de facciones elegantes, que parecía<br />

odiarme tanto como el coronel García y se negaba a darme calmantes. Aprovechaba<br />

cada curación para plantearme su teoría personal respecto a la forma de acabar con el<br />

comunismo en el país y, de ser posible, en el mundo. Pero aparte de eso, me dejaba<br />

en paz. Por primera vez en varias semanas tenía sábanas limpias, suficiente comida y<br />

luz natural. Me cuidaba Rojas, un enfermero, de tronco macizo y cara redonda, vestido<br />

con una bata celeste siempre sucia y provisto de una gran bondad. Me daba de comer<br />

en la boca, me contaba interminables historias de remotos partidos de fútbol<br />

disputados entre equipos que yo nunca había oído nombrar y conseguía calmantes<br />

para inyectármelos a escondidas, hasta que consiguió interrumpir mi delirio. Rojas<br />

había atendido en esa clínica a un desfile interminable de desgraciados. Había<br />

comprobado que en su mayoría no eran asesinos ni traidores a la patria, por eso tenía<br />

una buena disposición con los prisioneros. A menudo terminaba de zurcir a alguien y<br />

se lo llevaban de nuevo. «Esto es como apalear arena al mar», decía con tristeza.<br />

Supe que algunos le pidieron que los ayudara a morir y, por lo menos en un caso, creo<br />

que lo hizo. Rojas llevaba una cuenta rigurosa de los que entraban y salían y podía<br />

acordarse sin vacilar de los nombres, las fechas y las circunstancias. Me juró que<br />

nunca había oído hablar de Miguel y eso me devolvió el valor para seguir viviendo,<br />

aunque a veces caía en un negro abismo de depresión y empezaba a recitar la<br />

cantinela de que me quiero morir. Él me contó de Amanda. La detuvieron en la misma<br />

época que a mí. Cuando se la llevaron a Rojas, ya no había nada que hacer. Murió sin<br />

delatar a su hermano, cumpliendo una promesa que le hiciera mucho tiempo atrás, el<br />

día que lo llevó por primera vez a la escuela. El único consuelo es que fue mucho más<br />

rápido de lo que ellos hubieran deseado, porque su organismo estaba muy debilitado<br />

por las drogas y por la infinita desolación que le dejó la muerte de Jaime. Rojas me<br />

cuidó hasta que me bajó la fiebre, empezó a cicatrizar mi mano y a volverme la<br />

cordura, y entonces se acabaron los pretextos para seguir reteniéndome; pero no me

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