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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
39<br />
Isabel Allende<br />
Esteban no se quitó la ropa. La acometió con fiereza incrustándose en ella sin<br />
preámbulos, con una brutalidad inútil. Se dio cuenta demasiado tarde, por las<br />
salpicaduras sangrientas en su vestido, que la joven era virgen, pero ni la humilde<br />
condición de Pancha, ni las apremiantes exigencias de su apetito, le permitieron tener<br />
contemplaciones. Pancha García no se defendió, no se quejó, no cerró los ojos. Se<br />
quedó de espaldas, mirando el cielo con expresión despavorida, hasta que sintió que el<br />
hombre se desplomaba con un gemido a su lado. Entonces empezó a llorar<br />
suavemente. Antes que ella su madre, y antes que su madre su abuela, habían sufrido<br />
el mismo destino de perra. Esteban Trueba se acomodó los pantalones, se cerró el<br />
cinturón, la ayudó a ponerse en pie y la sentó en el anca de su caballo. Emprendieron<br />
el regreso. Él iba silbando. Ella seguía llorando. Antes de dejarla en su rancho, el<br />
patrón la besó en la boca.<br />
-Desde mañana quiero que trabajes en la <strong>casa</strong> -dijo.<br />
Pancha asintió sin levantar la vista. También su madre y su abuela habían servido<br />
en la <strong>casa</strong> patronal.<br />
Esa noche Esteban Trueba durmió como un bendito, sin soñar con Rosa. En la<br />
mañana se sentía pleno de energía, más grande y poderoso. Se fue al campo<br />
canturreando y a su regreso, Pancha estaba en la cocina, afanada revolviendo el<br />
manjar blanco en una gran olla de cobre. Esa noche la esperó con impaciencia y<br />
cuando se callaron los ruidos domésticos en la vieja casona de adobe y empezaron los<br />
trajines nocturnos de las ratas, sintió la presencia de la muchacha en el umbral de su<br />
puerta.<br />
-Ven, Pancha -la llamó. No era una orden, sino más bien una súplica.<br />
Esa vez Esteban se dio tiempo para gozarla y para hacerla gozar. La recorrió<br />
tranquilamente, aprendiendo de memoria el olor ahumado de su cuerpo y de su ropa<br />
lavada con ceniza y estirada con plancha a carbón, conoció la textura de su pelo negro<br />
y liso, de su piel suave en los sitios más recónditos y áspera y callosa en los demás, de<br />
sus labios frescos, de su sexo sereno y su vientre amplio. La deseó con calma y la<br />
inició en la ciencia más secreta y más antigua. Probablemente fue feliz esa noche y<br />
algunas noches más, retozando como dos cachorros en la gran cama de fierro forjado<br />
que había sido del primer Trucha y que ya estaba medio coja, pero aún podía resistir<br />
las embestidas del amor.<br />
A Pancha García le crecieron los senos y se le redondearon las caderas. A Esteban<br />
Trucha le mejoró por un tiempo el mal humor y comenzó a interesarse en sus<br />
inquilinos. Los visitó en sus ranchos de miseria. Descubrió en la penumbra de uno de<br />
ellos un cajón relleno con papel de periódico donde compartían el sueño un niño de<br />
pecho y una perra recién parida. En otro, vio a una anciana que estaba muriéndose<br />
desde hacía cuatro años y tenía los huesos asomados por las llagas de la espalda. En<br />
un patio conoció a un adolescente idiota, babeando, con una soga al cuello, atado a un<br />
poste, hablando cosas de otros mundos, desnudo y con un sexo de mulo que refregaba<br />
incansablemente contra el suelo. Se dio cuenta, por primera vez, que el peor abandono<br />
-no era el de las tierras y los animales, sino de los habitantes de Las Tres Marías, que<br />
habían vivido en el desamparo desde la época en que su padre se jugó la dote y la<br />
herencia de su madre. Decidió que era tiempo de llevar un poco de civilización a ese<br />
rincón perdido entre la cordillera y el mar.<br />
En Las Tres Marías comenzó una fiebre de actividad que sacudió la modorra.<br />
Esteban Trueba puso a trabajar a los campesinos como nunca lo habían hecho. Cada<br />
hombre, mujer, anciano y niño que pudiera tenerse en sus dos piernas, fue empleado