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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

74<br />

Isabel Allende<br />

uno, que resiste un sartal de palabrotas al oído y no necesitaba ser acunado con<br />

ternuras ni engañado con galanteos. Después, adormecido y feliz, descansé un rato a<br />

su lado, admirando la curva sólida de su cadera y el temblor de su serpiente.<br />

-Nos volveremos a ver, Tránsito -dije al darle la propina.<br />

-Eso mismo le dije yo antes, patrón tse acuerda? -me contestó con un último vaivén<br />

de su serpiente.<br />

En realidad, no tenía intención de volver a verla. Más bien prefería olvidarla.<br />

No habría mencionado este episodio si Tránsito Soto no hubiera jugado un papel tan<br />

importante para mí mucho tiempo después, porque, como ya dije, no soy hombre de<br />

prostitutas. Pero esta historia no habría podido escribirse si ella no hubiera intervenido<br />

para salvarnos y salvar, de paso, nuestros recuerdos.<br />

Pocos días después, cuando el doctor Cuevas estaba preparándoles el ánimo para<br />

volver a abrir la barriga a Clara, murieron Severo y Nívea del Valle, dejando varios<br />

hijos y cuarenta y siete nietos vivos. Clara se enteró antes que los demás a través de<br />

un sueño, pero no se lo dijo más que a Férula, quien procuró tranquilizarla<br />

explicándole que el embarazo produce un estado de sobresalto en el que los malos<br />

sueños son frecuentes. Duplicó sus cuidados, la friccionaba con aceite de almendras<br />

dulces para evitar las estrías en la piel del vientre, le ponía miel de abejas en los<br />

pezones para que no se le agrietaran, le daba de comer cáscara molida de huevo para<br />

que tuviera buena leche y no se le picaran los dientes y le rezaba oraciones de Belén<br />

para el buen parto. Dos días después del sueño, llegó Esteban Trueba más temprano<br />

que de costumbre a la <strong>casa</strong>, pálido y descompuesto, agarró a su hermana Férula de un<br />

brazo y se encerró con ella en la biblioteca.<br />

-Mis suegros se mataron en un accidente -le dijo brevemente-. No quiero que Clara<br />

se entere hasta después del parto. Hay que hacer un muro de censura a su alrededor,<br />

ni periódicos, ni radio, ni visitas, ¡nada! Vigila a los sirvientes para que nadie se lo<br />

diga.<br />

Pero sus buenas intenciones se estrellaron contra la fuerza de las premoniciones de<br />

Clara. Esa noche volvió a soñar que sus padres caminaban por un campo de cebollas y<br />

que Nívea iba sin cabeza, de modo que así supo todo lo ocurrido sin necesidad de<br />

leerlo en el periódico ni de escucharlo por la radio. Despertó muy excitada y pidió a<br />

Férula que la ayudara a vestirse, porque debía salir en busca de la cabeza de su<br />

madre. Férula corrió donde Esteban y éste llamó al doctor Cuevas, quien, aun a riesgo<br />

de dañar a los mellizos, le dio una pócima para locos destinada a hacerla dormir dos<br />

días, pero que no tuvo ni el menor efecto en ella.<br />

Los esposos Del Valle murieron tal como Clara lo soñó y tal como, en broma, Nívea<br />

había anunciado a menudo que morirían.<br />

-Cualquier día nos vamos a matar en esta máquina infernal -decía Nívea señalando<br />

al viejo automóvil de su marido.<br />

Severo del Valle tuvo desde joven debilidad por los inventos modernos. El automóvil<br />

no fue una excepción. En los tiempos en que todo el mundo se movilizaba a pie, en<br />

coche de caballos o en velocípedos, él compró el primer automóvil que llegó al país y<br />

que estaba expuesto como una curiosidad en una vitrina del centro. Era un prodigio<br />

mecánico que se desplazaba a la velocidad suicida de quince y hasta veinte kilómetros<br />

por hora, en medio del asombro de los peatones y las maldiciones de quienes a su<br />

paso quedaban salpicados de barro o cubiertos de polvo. Al principio fue combatido<br />

como un peligro público. Eminentes científicos explicaron por la prensa que el

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