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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
27<br />
Isabel Allende<br />
Pero lo rechacé con un manotazo y me alejé maldiciendo, a grandes zancadas<br />
rabiosas, entre las hileras de tumbas y cipreses.<br />
La noche que el doctor Cuevas y su ayudante destriparon el cadáver de Rosa en la<br />
cocina para encontrar la causa de su muerte, Clara estaba en su cama con los ojos<br />
abiertos, temblando en la oscuridad. Tenía la terrible duda de que su hermana había<br />
muerto porque ella lo había dicho. Creía que así como la fuerza de su mente podía<br />
mover el salero, igualmente podía ser la causa de las muertes, de los temblores de<br />
tierra y otras desgracias mayores. En vano le había explicado su madre que ella no<br />
podía provocar los acontecimientos, sólo verlos con alguna anticipación. Se sentía<br />
desolada y culpable y se le ocurrió que si pudiera estar con Rosa, se sentiría mejor. Se<br />
levantó descalza, en camisa, y se fue al dormitorio que había compartido con su<br />
hermana mayor, pero no la encontró en su cama, donde la había visto por última vez.<br />
Salió a buscarla por la <strong>casa</strong>. Todo estaba oscuro y silencioso. Su madre dormía<br />
drogada por el doctor Cuevas y sus hermanos y los sirvientes se habían retirado<br />
temprano a sus habitaciones. Recorrió los salones, deslizándose pegada a los muros,<br />
asustada y helada. Los muebles pesados, las gruesas cortinas drapeadas, los cuadros<br />
de las paredes, el papel tapiz con sus flores pintadas sobre tela oscura, las lámparas<br />
apagadas oscilando en los techos y las matas de helecho sobre sus columnas de loza,<br />
le parecieron amenazantes. Notó que en el salón brillaba algo de luz por una rendija<br />
debajo de la puerta y estuvo a punto de entrar, pero temió encontrar a su padre y que<br />
la mandara de regreso a la cama. Se dirigió entonces a la cocina, pensando que en el<br />
pecho de la Nana hallaría consuelo. Cruzó el patio principal, entre las camelias y los<br />
naranjos enanos, atravesó los salones del segundo cuerpo de la <strong>casa</strong> y los sombríos<br />
corredores abiertos donde las tenues luces de los faroles a gas quedaban encendidas<br />
toda la noche, para salir arrancando en los temblores y para espantar a los<br />
murciélagos y otros bichos nocturnos, y llegó al tercer patio, donde estaban las<br />
dependencias de servicio y las cocinas. Allí la <strong>casa</strong> perdía su señorial prestancia y<br />
empezaba el desorden de las perreras, los gallineros y los cuartos de los sirvientes.<br />
Más allá estaba la caballeriza, donde se guardaban los viejos caballos que Nívea<br />
todavía usaba, a pesar de que Severo del Valle había sido uno de los primeros en<br />
comprar un automóvil. La puerta y los postigos de la cocina y el repostero estaban<br />
cerrados. El instinto advirtió a Clara que algo anormal estaba ocurriendo adentro, trató<br />
de asomarse, pero su nariz no llegaba al alféizar de la ventana, tuvo que arrastrar un<br />
cajón y acercarlo al muro, se trepó y pudo mirar por un hueco entre el postigo de<br />
madera y el marco de la ventana que la humedad y el tiempo habían deformado. Y<br />
entonces vio el interior.<br />
El doctor Cuevas, ese hombronazo bonachón y dulce, de amplia barba y vientre<br />
opulento, que la ayudó a nacer y que la atendió en todas sus pequeñas enfermedades<br />
de la niñez y sus ataques de asma, se había transformado en un vampiro gordo y<br />
oscuro como los de las ilustraciones de los libros de su tío Marcos. Estaba inclinado<br />
sobre el mostrador donde la Nana preparaba la comida. A su lado había un joven<br />
desconocido, pálido como la luna, con la camisa manchada de sangre y los ojos<br />
perdidos de amor. Vio las piernas blanquísimas de su hermana y sus pies desnudos.<br />
Clara comenzó a temblar. En ese momento el doctor Cuevas se apartó y ella pudo ver<br />
el horrendo espectáculo de Rosa acostada sobre el mármol, abierta en canal por un<br />
tajo profundo, con los intestinos puestos a su lado, dentro de la fuente de la ensalada.<br />
Rosa tenía la cabeza torcida en dirección a la ventana donde ella estaba espiando, su<br />
larguísimo pelo verde colgaba como un helecho desde el mesón hasta las baldosas del<br />
suelo, manchadas de rojo. Tenía los ojos cerrados, pero la niña, por efecto de las<br />
sombras, la distancia o la imaginación, creyó ver una expresión suplicante y humillada.