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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
154<br />
Isabel Allende<br />
rancio y ese aire triste y pobretón de los cadáveres antiguos, le revolvían el alma. Eran<br />
es<strong>casa</strong>s. Muy rara vez llegaban los indios con alguna. Lentos e inmutables, aparecían<br />
por la <strong>casa</strong> cargando una gran vasija sellada de barro cocido. Jean la abría<br />
cuidadosamente en una habitación con todas las puertas y ventanas cerradas, para<br />
que el primer soplo de aire no la convirtiera en polvo de ceniza. En el interior de la<br />
vasija aparecía la momia, como el hueso de un fruto extraño, encogida en posición<br />
fetal, envuelta en sus harapos, acompañada por sus miserables tesoros de collares de<br />
dientes y muñecos de trapo. Eran mucho más apreciadas que los demás objetos que<br />
sacaban de las tumbas, porque los coleccionistas privados y algunos museos<br />
extranjeros las pagaban muy bien. Blanca se preguntaba qué tipo de persona podía<br />
coleccionar muertos y dónde los pondría. No podía imaginar una momia como parte del<br />
decorado de un salón, pero Jean de Satigny le decía que acomodadas en una urna de<br />
cristal, podían ser más valiosas que cualquier obra de arte para un millonario europeo.<br />
Las momias eran difíciles de colocar en el mercado, transportar y pasar por la aduana,<br />
de modo que a veces permanecían varias semanas en las bodegas de la <strong>casa</strong>,<br />
esperando su turno para emprender el largo viaje al extranjero. Blanca soñaba con<br />
ellas, tenía alucinaciones, creía verlas andar por los corredores en la punta de los pies,<br />
pequeñas como gnomos solapados y furtivos. Cerraba la puerta de su habitación,<br />
metía la cabeza debajo de las sábanas y pasaba horas así, temblando, rezando y<br />
llamando a su madre con la fuerza del pensamiento. Se lo contó a Clara en sus cartas<br />
y ésta respondió que no debía temer a los muertos, sino a los vivos, porque a pesar de<br />
su mala fama, nunca se supo que las momias atacaran a nadie; por el contrario, eran<br />
de naturaleza más bien tímida. Fortalecida por los consejos de su madre, Blanca<br />
decidió espiarlas. Las esperaba silenciosamente, vigilando por la puerta entreabierta de<br />
su habitación. Pronto tuvo la certeza de que se paseaban por la <strong>casa</strong>, arrastrando sus<br />
patitas infantiles por las alfombras, cuchicheando como escolares, empujándose,<br />
pasando todas las noches en pequeños grupos de dos o tres, siempre en dirección al<br />
laboratorio fotográfico de Jean de Satigny. A veces creía oír unos gemidos lejanos de<br />
ultratumba y sufría arrebatos incontrolables de terror, llamaba a gritos a su marido,<br />
pero nadie acudía y ella tenía demasiado miedo para cruzar toda la <strong>casa</strong> y buscarlo.<br />
Con la salida de los primeros rayos del sol, Blanca recuperaba la cordura y el control<br />
de sus nervios atormentados, se daba cuenta que sus angustias nocturnas eran fruto<br />
de la imaginación febril que había heredado de su madre y se tranquilizaba, hasta que<br />
volvían a caer las sombras de la noche y recomenzaba su ciclo de espanto. Un día no<br />
soportó más la tensión que sentía a medida que se acercaba la noche y decidió hablar<br />
de las momias con Jean. Estaban cenando. Cuando ella le contó de los paseos, los<br />
susurros y los gritos sofocados, Jean de Satigny se quedó petrificado, con el tenedor<br />
en la mano y la boca abierta. El indio que iba entrando al comedor con la bandeja, dio<br />
un traspié y el pollo asado rodó debajo de una silla. Jean desplegó todo su encanto,<br />
firmeza y sentido de la lógica, para convencerla de que le estaban fallando los nervios<br />
y que nada de eso ocurría en realidad, sino que era producto de su sobresaltada<br />
fantasía. Blanca fingió aceptar su razonamiento, pero le pareció muy sospechosa la<br />
vehemencia de su marido que habitualmente no prestaba atención a sus problemas,<br />
así como la cara del sirviente, que por una vez perdió su inmutable expresión de ídolo<br />
y se le desorbitaron un poco los ojos. Decidió entonces para sus adentros que había<br />
llegado la hora de investigar a fondo el asunto de las momias trashumantes. Esa noche<br />
se despidió temprano, después de anunciar a su marido qi te pensaba tomar un<br />
tranquilizante para dormir. En su lugar bebió una taza grande de café negro y se<br />
apostó junto a su puerta, dispuesta a pasar muchas horas de vigilia.<br />
Sintió los primeros pasitos alrededor de la medianoche. Abrió la puerta con mucha<br />
cautela y asomó la cabeza, en el preciso instante en que una pequeña figura