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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

169<br />

Isabel Allende<br />

-En casi todas las familias hay algún tonto o un loco, hijita -aseguró Clara mientras<br />

se afanaba en su tejido, porque en todos esos años no había aprendido a tejer sin<br />

mirar-. A veces no se ven, porque los esconden, como si fuera una vergüenza. Los<br />

encierran en los cuartos más apartados, para que no los vean las visitas. Pero en<br />

realidad no hay de qué avergonzarse, ellos también son obra de Dios.<br />

-Pero en nuestra familia no hay ninguno, abuela -replicó Alba.<br />

-No. Aquí la locura se repartió entre todos y no sobró nada para tener nuestro<br />

propio loco de remate.<br />

Así eran sus conversaciones con Clara. Por eso, para Alba la persona más<br />

importante en la <strong>casa</strong> y la presencia más fuerte de su vida era su abuela. Ella era el<br />

motor que ponía en marcha y hacía funcionar aquel universo mágico que era la parte<br />

posterior de la gran <strong>casa</strong> de la esquina, donde transcurrieron sus primeros siete años<br />

en completa libertad. Se acostumbró a las rarezas de su abuela. No le sorprendía verla<br />

desplazarse en estado de trance por todo el salón, sentada en su poltrona con las<br />

piernas encogidas, arrastrada por una fuerza invisible. La seguía en todas sus<br />

peregrinaciones a los hospitales y <strong>casa</strong>s de beneficencia donde trataba de seguir la<br />

pista de su recua de necesitados y hasta aprendió a tejer con lana de cuatro hebras y<br />

palillos gruesos los chalecos que su tío Jaime regalaba después de ponérselos una vez,<br />

nada más que para ver la sonrisa sin dientes de su abuela cuando ella se ponía bizca<br />

persiguiendo los puntos. A menudo Clara la usaba para llevarle mensajes a Esteban,<br />

por eso la apodaron Paloma Mensajera. La niña participaba en las sesiones de los<br />

viernes, donde la mesa de tres patas daba saltos a plena luz del día, sin que mediara<br />

ningún truco, energía conocida o palanca, y en las veladas literarias donde alternaba<br />

con los maestros consagrados y con un número variable de tímidos artistas<br />

desconocidos que Clara amparaba. En esa época en la gran <strong>casa</strong> de la esquina<br />

comieron y bebieron muchos huéspedes. Se turnaron para vivir allí o al menos para<br />

asistir a las reuniones espirituales, las charlas culturales y las tertulias sociales, casi<br />

toda la gente importante del país, incluso el Poeta, que años más tarde fue<br />

considerado el mejor del siglo y traducido a todos los idiomas conocidos de la tierra, en<br />

cuyas rodillas Alba se sentó muchas veces, sin sospechar que un día caminaría detrás<br />

de su féretro con un ramo de claveles ensangrentados en la mano, entre dos filas de<br />

ametralladoras.<br />

Clara era todavía joven, pero a su nieta le parecía muy vieja, porque no tenía<br />

dientes. Tampoco tenía arrugas y cuando estaba con la boca cerrada, creaba la ilusión<br />

de extrema juventud debido a la expresión inocente de su rostro. Se vestía con túnicas<br />

de lino crudo que parecían batas de loco y en invierno llevaba calcetines largos de lana<br />

y guantes sin dedos. Le hacían gracia los asuntos menos chistosos y, en cambio, era<br />

incapaz de comprender una broma, se reía a destiempo, cuando nadie más lo hacía, y<br />

podía ponerse muy triste si veía a otro hacer el ridículo. Algunas veces sufría ataques<br />

de asma.<br />

Entonces llamaba a su nieta con una campanilla de plata que siempre llevaba<br />

consigo y Alba acudía corriendo, la abrazaba y la curaba con susurros de consuelo,<br />

pues ambas sabían, por experiencia, que lo único que quita el asma es el abrazo<br />

prolongado de un ser querido. Tenía los ojos risueños color avellana, el pelo canoso y<br />

brillante recogido en un moño desordenado del cual escapaban mechones rebeldes, las<br />

manos finas y blancas, de uñas almendradas y largos dedos sin anillos, que sólo<br />

servían para hacer gestos de ternura, acomodar las cartas de adivinación y ponerse la<br />

dentadura postiza a la hora de comer. Alba pasaba el día persiguiendo a su abuela,<br />

metiéndose entre sus faldas, provocándola para que contara cuentos o moviera los<br />

jarrones con la fuerza de su pensamiento. En ella encontraba un refugio seguro cuando

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